Hay una discusión en todo el mundo sobre la “sociedad del cansancio”. Ha sido formulada principalmente por un coreano que enseña filosofía en Berlín, Byung-Chul Han, cuyo libro con el mismo título acaba de ser publicado en Brasil (Vozes 2015).
El pensamiento no siempre es claro y, algunas veces, discutible, como cuando afirma que el “cansancio fundamental” está dotado de una capacidad especial para “inspirar y hacer surgir el espíritu” (cf. Byung-Chul Han, p. 73). Independientemente de las teorizaciones, vivimos en una sociedad del cansancio. En Brasil además de cansancio sufrimos un desánimo y un abatimiento atroces.
Consideremos, en primer lugar, la sociedad del cansancio. Ciertamente, la aceleración del proceso histórico y la multiplicación de sonidos, de mensajes, la exageración de estímulos y comunicaciones, especialmente por el marketing comercial, por los teléfonos móviles con todas sus aplicaciones, la superinformación que nos llega a través de los medios sociales, nos producen, dicen estos autores, enfermedades neuronales: causan depresión, dificultad de atención y síndrome de hiperactividad.
Efectivamente, llegamos al final del día estresados y desvitalizados. No dormimos bien, estamos agotados.
A esto hay que añadir el ritmo del productivismo neoliberal que se está imponiendo a los trabajadores en todo el mundo, especialmente el estilo norteamericano exige de todos el mayor rendimiento posible. Esto es la regla general también entre nosotros. Tal exigencia desequilibra emocionalmente a las personas, generando irritabilidad y ansiedad permanente. El número de suicidios asusta. Se resucitó, como ya mencioné en esta columna, el dicho de la revolución del 68 del siglo pasado, ahora radicalizado. Entonces se decía: “metro, trabajo, cama”. Ahora se dice: “metro, trabajo, tumba”. Es decir: enfermedades letales, pérdida del sentido de la vida y verdaderos infartos psíquicos.
Detengámonos en Brasil. Entre nosotros, en los últimos meses, crece un desaliento generalizado. La campaña electoral realizada con gran virulencia verbal, acusaciones, deformación y el hecho de que la victoria del PT no haya sido aceptada, suscitó ánimos de venganza por parte de las oposiciones. Banderas sagradas del PT fuero traicionadas en altísimo grado por la corrupción, generando una decepción profunda. Tal hecho nos hizo las buenas costumbres. El lenguaje se canibalizó. Salió del armario el prejuicio contra el nordestino y la descalificación de la población negra. Somos cordiales también en el sentido negativo dado por Sergio Buarque de Holanda: podemos actuar a partir del corazón lleno de rabia, de odio y de prejuicios. Tal situación se agravó con la amenaza de impeachment a la Presidenta Dilma, por razones discutibles.
Descubrimos el hecho, no la teoría, de que entre nosotros existe una verdadera lucha de clases. Los intereses de las clases acomodadas son antagónicos a los de las clases empobrecidas. Aquellas, históricamente hegemónicas, temen la inclusión de los pobres y la ascensión de otros sectores de la sociedad que han venido a ocupar el lugar antes reservado solo para ellas. Hay que reconocer que somos uno de los países más desiguales del mundo, es decir, donde campean más las injusticias sociales, la violencia banalizada y asesinatos sin cuenta que equivalen en número a la guerra de Irak. Y todavía tenemos centenares de trabajadores viviendo en condiciones equivalentes a la esclavitud.
Gran parte de esos malhechores se profesan cristianos: cristianos martirizando a otros cristianos, lo que hace del cristianismo no una fe sino solo una creencia cultural, una irrisión y una verdadera blasfemia.
¿Cómo salir de este infierno humano? Nuestra democracia es solo de voto, no representa al pueblo sino los intereses de los que financian las campañas, por eso es de fachada o, a lo sumo, de bajísima intensidad. De arriba no hay nada que esperar pues entre nosotros se ha consolidado un capitalismo salvaje y globalmente articulado, lo que aborta cualquier correlación de fuerzas entre clases.
Veo una salida posible a partir de otro lugar social, de aquellos que vienen de abajo, de la sociedad organizada y de los movimientos sociales que poseen otro ethos y otro sueño de Brasil y del mundo. Pero necesitan estudiar, organizarse, presionar a las clases dominantes y al Estado patrimonialista, prepararse para eventualmente proponer una alternativa de sociedad aún no ensayada, pero que tiene sus raíces en aquellos que en el pasado lucharon por otro Brasil con proyecto propio. A partir de ahí formular otro pacto social vía una constitución ecológico-social, fruto de una constituyente inclusiva, una reforma política radical, una reforma agraria y urbana consistentes y la implantación de un nuevo modelo de educación y de servicios de salud. Un pueblo enfermo e ignorante nunca fundará una nueva y posible biocivilización en los trópicos.
Tal sueño puede sacarnos del cansancio y del desamparo social y devolvernos el ánimo necesario para enfrentarse a las trabas de los conservadores y suscitar la esperanza bien fundada de que nada está totalmente perdido, que tenemos una tarea histórica que cumplir para nosotros, para nuestros descendientes y para la misma humanidad. ¿Utopía? Sí. Como decía Oscar Wilde: «si en nuestro mapa no aparece la utopía, no lo mires porque nos esconde lo principal». Del caos presente deberá salir algo bueno y esperanzador, pues esta es la lección que el proceso cosmogénico nos dio en el pasado y nos está dando en el presente. En vez de la cultura del cansancio y del abatimiento tendremos una cultura de la esperanza y de la alegría.