¿Se van?

Artículos y reflexiones de un ciudadano pre y ocupado en renegar la insularidad Caribe, festejar los cadáveres que dejan los páginas al ser leídas, hablar con acento cibaeño y habitar el incierto color de la piel criolla.

Luego de una pausa forzada, por razones de salud, retomamos la columna semanal en los diarios en los que colaboramos.

En estos días en los que ya se ha detenido el eco incesante de un lema de campaña, no formal, que se extendió desde memes hasta un merengue convertido en icónico: ¡se van!

Una campaña muy particular en medio de una pandemia y con el miedo a cuestas. Denuncias de todo tipo y de maneras que creamos superadas a esta edad de la democracia fueron empleadas por actores de prácticamente todos los litorales para granjearse el favor de un electorado que terminó mostrándose apático, al grado que registró la más alta abstención en las últimas décadas. Este es un tema al que se le debe prestar atención porque en el torneo electoral anterior, el del 2016, también se presentó un hito en la no asistencia a las urnas, la mayor de los últimos 30 años.

Si los que votaron lo hicieron estimulados por el “se van”, como amenaza o como esperanza, cabe suponer que al resto que se abstuvo de votar les da igual.

Sin memoria no hay democracia, hay que decir que el origen de la frase surgió como grito de guerra en las jornadas de indignación ciudadana que surgieron a raíz de la suspensión de las elecciones municipales. El “se van” iba dirigido a los miembros titulares Junta Central Electoral, no a los políticos del gobierno. Fue ante una reacción políticamente desatinada de estos últimos que pasó de esa franja de la sociedad civil, principalmente jóvenes que se concentraron en plazas y parques, a los partidos políticos de oposición: primero al naciente Fuerza del Pueblo (con el merengue de su alto dirigente y afamado artista Johnny Ventura) y luego en el Partido Revolucionario Moderno (PRM), que lo potencializó en la bruma que generaba partir en dos la voluntad del votante: los que estaban de acuerdo con que continuara el estado de cosas y los que relegaban “el cambio” por un radical “se van”.

No hubo tiempo para discutir la factibilidad de los programas sociales, la rentabilidad política del asistencialismo, la vieja propuesta de hacer un estado más pequeño. Los temas se concentraron en otra cosa y entre uno y otro el tiempo pasó y llegó la era de los que prometieron cambiarlo todo.

Pero no es el hábito, es el monje. Es la forma y también el fondo. La indignación en distintos niveles manifestada por la clase media dominicana, y la amenaza de caer en la pobreza, están entre los factores que se señalan para optar de la manera en la que lo hizo la mayoría del padrón electoral.

Más que personas, existen modos, maneras de hacer las cosas que deben irse, desterrarse para siempre de la administración de la cosa pública, no importa el nivel. Claro que estas “malas maneras” no tienen color porque no es una cultura partidista, tiene forma en la medida en la que los que dirigen las instituciones se apartan del verdadero sentido de un servidor público.

Estamos en el momento ideal para la consolidación de procesos de institucionalización en el Estado, verbigracia el servicio civil y la carrera administrativa, basado en calidad y meritocracia. De igual manera para erradicar viejas prácticas de arrogancia y inaccesibilidad, romper las impenetrables esferas del poder y revolucionar la inercia de un aparato público lento y de anquilosada burocracia.

Los políticos, los fanáticos, los mesurados, los espectadores y finalmente los electores deben recordar también que al “nunca más”, lo sacó del poder un “vuelve y vuelve”.