El Poder más allá de la muerte

Dominicano, sin fronteras, puertoplateño y santiaguero. La crítica y la irreverencia me guían...

Hace veinte años, el entonces Presidente Dr. Joaquín A. Balaguer Ricardo le puso el poder en bandeja de plata al PLD. Un hecho insólito.

Insólito porque Balaguer fue un hombre que amó el poder, que siempre estuvo en el poder; que lo perseguía, lo conservaba y lo arrebataba. Balaguer vivía por y para el poder.

Era algo que lo llevaba en la sangre. Su madre, Carmen Celia Ricardo Heureaux, era pariente del tirano Ulises Heureaux, (Lilís).

Pero el genuino poder de un gran líder político es, según Nikita Khrushchev refiriéndose a Stalin, no sólo conquistar las mentes y cuerpos de la gente, sino también tener la habilidad de subordinar y manipular a todo un pueblo.

De esa madera estaba hecho Balaguer.

De modo que al cederle el poder al PLD, Balaguer estaba asegurando un poder más allá del plano físico, un poder trascendente. No era verdad que iba a permitir que el Dr. José Francisco Peña Gómez, declarado tiempo después oficialmente ciudadano haitiano, llegara a la presidencia de la república.

Fue un golpe preciso, quirúrgico, sin compasión. El político pragmático es un ser sin alma ni corazón. Pero sí posee un gran estómago, capaz de zamparse un tiburón podrido sin eructar. Fue a ese mismo PLD que en 1990, el Dr. Balaguer le negó el poder. Y en 1994 el turno le tocó al PRD.

Cruzando el hilo de la madeja política, tiempo atrás, Balaguer había construido las redes con las cuales atrapó a los socialcristianos. Transformó al PR-balaguerista en el Partido Reformista Social Cristiano. Necesitaba ese barniz doctrinario, cuya plataforma político-ideológica en el plano internacional le ayudaría a contrarrestar las presiones externas de la Internacional Socialista, de la cual el PRD es parte.

No obstante, desde el punto de vista de la cultura política, la obra de arte culminante del Dr. Balaguer, la más fina e ingeniosa, fue convertir a toda una generación de políticos enemigos, en sus más devotos seguidores, imitadores y lisonjeros.

La transición (o transacción), sin embargo, no fue tan fácil como se podría pensar. Al interior del PLD se produjeron fisuras políticas graves, grietas ideológicas insalvables. Lo digo por experiencia propia.

A la sazón yo encabezaba un grupo pequeño de dirigentes, dentro del PLD. Esta facción, compuesta por peledeistas ortodoxos, radicalmente boschistas, tenía presencia en varias ciudades del Cibao y otros pueblos del sur del país.

Para sobrevivir a la ola de derechización rampante, asumimos el método de la clandestinidad a lo interno del partido. El grupo demandaba que la organización retomara los métodos de trabajo originales y respetara los canales de comunicación internos del partido. Solo así, pensábamos, se pondría freno a la corriente conservadora en la alta dirección de la entidad.

La importancia del grupo, más que en el número de integrantes, residía en la capacidad de trabajo de sus miembros. Las destrezas organizativas y el manejo metodológico de la disciplina política partidaria nos facilitaba llegar con autoridad y eficacia a las masas, a la gente no organizada.

Pero el espacio para las maniobras se fue achicando paulatinamente hasta agotarse. Entonces no quedó otra salida que, no sin dolor, irse. 53 dirigentes de un solo golpe dimitieron de su membresía peledeista en diferentes partes del país. Yo, entre ellos.

Uno que otro luego regresó y permanece ahí, sin relevancia, pagando por ese pecado original.

De manera que aquí nos encontramos hoy los dominicanos. Con un retroceso político de más de medio siglo. Y allá arriba está el espíritu Don Elito, reinando en la cresta de la ola, zambullido en las mentes de nuestros líderes políticos.

Ni los políticos de izquierda, ni los de centro, ni los de derecha se salvan de esa transformación espiritual. Pues ya no hay banderas ideológicas, sino una e indivisible bandera: la de encaramarse a las estructuras del Estado para beneficiarse personalmente.

Si, hermano, estamos jodidos. Balaguer vive.

Reconforta saber, sin embargo, que no hay mal que dure cien años. Ni cuerpo que lo resista.