En esa gente no se puede confiar

Dominicano, sin fronteras, puertoplateño y santiaguero. La crítica y la irreverencia me guían...

Era viernes, 4:45 de la tarde.  Esperaba en la avenida Simón Bolívar, Santo Domingo, próximo al parque Independencia. Al ver acercarse el carro de transporte público, moví el dedo índice como el rabo de un Chihuahua contento, indicando que iba derecho. El carro se detuvo y no bien había abordado, el chofer me preguntó, “¿hasta dónde llega?”

Mientras le alargaba un billete de 50 pesos, “voy a la Universidad de la Tercera Edad”, dije.

–¿Dónde queda eso?

–Después de la Núñez de Cáceres, dije.

Entonces el chofer miró el billete. “Es así señor, no le sobra ni le falta nada”.

El chofer me escudriñó con la mirada, sin descuidar el volante. Fue una mirada tan breve como una foto instantánea. Ni idea de cómo quedé en el álbum de su memoria, pero yo si pude descubrir en su rostro un dejo de preocupación. Sentí que buscaba entablar una conversación para desahogarse. Un tipo con suerte, pues en mí encontró el Freud que necesitaba.

–Señor, ¿cuál es su nombre?, dije.

— Crisóstomo.

–¿Y cómo está la campaña electoral aquí, en Santo Domingo?, dije. Formulé de esa manera la pregunta para confirmarle que era un bárbaro, un outsider.

De repente el rostro se le iluminó. Examinó con aire fugaz la imagen instantánea que se había hecho de mí y la contrastó con la intención de mi interrogante.

— Óigame bien señor, óigame bien, dijo. Yo he visto 28 elecciones y le puedo asegurar que nunca había participado en una como ésta. Fíjese en esos afiches y vallas; todas las calles están llenas de ellos y, a pesar de eso y lo otro, no hay un sólo carro con banderitas y flequitos.  Óigame bien, de ninguno de los partidos.

— ¿Pero eso no es siempre así en todas las campañas electorales?, dije.

— Sí, claro que sí. La diferencia es que ahora no hay ni un chele en la calle. Ellos están como el que tiene miedo.

El semáforo se fue a amarillo. Crisóstomo pisó el acelerador y lo pasamos un instante antes de mudarse a rojo.

— Escuche amigo, óigame bien, dijo Crisóstomo retomando la conversación.  Lo más grave de la situación no es la falta de dinero.

Otro concho nos rebasó y se hizo con dos pasajeros que esperaban en la esquina. Crisóstomo pretendió que la maniobra del otro chofer no le importó.

–¿Y qué es lo más grave?, dije.

— Lo peor de todo es que ellos tienen todo, hasta la Junta Electoral es de ellos. Y ese Roberto, el presidente de la JCE, es del tipo de gente que hay que tenerle miedo. Yo se lo aseguro, esas computadoras van a traer problemas en estas elecciones.  Oyó? Pro-ble-mas.

— Vea señor, óigame bien, continuó Crisóstomo. Lo que es en el tal Roberto y en el Domínguez Brito, no se puede confiar. Para nada. Desde que usted ve una persona hablando como si fuera un santo, como si no rompiera un plato, búsquelo que algo está escondiendo.

***

Santiago de los Caballeros, tres días después, 5 pm.

La Ruta C, de los Ciruelitos, después que atraviesa dicho barrio yendo hacia el norte, pasa por Buenos Aires, Los Reyes y se interna hasta Los Salados. Desde éste último sector, me dirigía en dirección contraria hacia el centro de la Ciudad Corazón. En el concho sólo estábamos el chofer y yo. Al poco rato, sin embargo, se montó otro pasajero que resultó llamarse Domingo.

Domingo lucía enojado, diría que muy enojado, tal vez demasiado enojado. “Aquí tiene que haber una guerra”, dijo. “Una revolución para ir por ellos, aunque muera la mitad de la población”. Miró al chofer y luego a mí.

–Yo no sé si uno de ustedes es peledeista, o son los dos, dijo. Pero yo le tengo odio a esa gente. Al primero que hay que caerle atrás es a Roberto Rosario, el presidente de la JCE.

— Caballero, dije, dirigiéndome a Domingo.

–¡Dígame señor!, dijo Domingo. Lo dijo en tono violento y seco.

Confieso que me apreté y de pronto dudé en continuar el diálogo. Pero recapacité rápido y le expliqué en el tono más neutral que pude:

–Señor Domingo, Roberto Rosario afirma que  ahora dizque no habrá forma de hacer trampas, porque los votos se contarán en unas computadoras.

Entonces Domingo levantó la voz como si creyera que nosotros éramos sordos, que no alcanzábamos a escucharlo:

— ¡Ahora es que habrá fraude! Porque él está haciendo creer que esas computadoras no se equivocan.

Ambas conversaciones ahora me parecen eran el preámbulo de la avalancha de partidos de la oposición, e incluso jueces de la propia JCE, exigiendo contar los votos manualmente.  ¿La base de sus argumentos?: La Ley electoral no contempla la modalidad de conteo automático.  Y, si lo hacen así, sería ilegal.