La crisis económico-financiera de 2007-2008 estremeció los fundamentos de la economía capitalista (esta es su modo de producción) y el neoliberalismo (este es su expresión política). La tesis básica era dar primacía al mercado, a la libre iniciativa, a la acumulación privada, a la lógica de la competición en detrimento de la lógica de la cooperación y a un Estado mínimo. El lema en Wall Street de Nueva York era: greed is good, la codicia es buena. Quien mira desde una perspectiva mínimamente ética ya podía saber que un sistema montado sobre un vicio (codicia) y no sobre una virtud (bien común), jamás podría resultar bien. Un día se derrumbaría.
El derrumbe empezó con la quiebra de uno de los mayores bancos norteamericanos, el Lehman Brothers, llevando todo el sistema bancario y financiero a una inconmensurable crisis. En pocos días se pulverizan billones de dólares. Parecía el fin de este tipo de mundo. Ojalá lo fuera.
Curiosamente, los que despreciaban el Estado, reduciéndolo al mínimo, tuvieron que recurrir a él, de rodillas y con las manos juntas. Los bancos centrales de los Estados tuvieron que habilitar billones de dólares para salvar las instituciones financieras quebradas. La máquina de hacer dinero giraba a máxima velocidad, día y noche.
A consecuencia de la crisis, todavía no superada hasta hoy, también entre nosotros, fueron a la quiebra miles de empresas e incluso países como Grecia, con un altísimo nivel de desempleo. Se destruyeron fortunas pero sobre todo se creó un mar de sufrimiento humano, de suicidio y hambre en el mundo entero. Datos recientes refieren que en Estados Unidos una de cada siete personas pasa hambre. Imaginemos el resto del mundo.
Nadie siguió la sabia sentencia atribuida a Einstein: «el pensamiento que creó la crisis no puede ser el mismo que nos saque de la crisis». Tenemos que pensar y actuar diferente. Fue justamente lo que no se hizo. Todavía se cree con convicción que este sistema sigue siendo bueno y válido, a pesar de la devastación ecológica que produce, poniendo en peligro las bases que sustentan la vida. Es bueno y válido para los especuladores que están acumulando una riqueza absurda. En Estados Unidos el 1% de los más opulentos acumula ingresos equivalentes al 90% del resto de los norteamericanos.
A pesar de todas las reuniones del G-8 y del G-20 para buscar alternativas, la política económico-financiera continúa igual: hacer más de lo mismo. Esto está desestructurando los países y podría llevar a una revuelta popular mundial con consecuencias funestas.
Se usaron dos estrategias. La primera fue la inyección de billones de dólares por parte de los Estados para impedir la quiebra total del sistema. Además de los billones de moneda física lanzada al mercado, se creó un complemento llamado quantitative easing. Según la definición de Wikipedia, que me parece correcta: «es la flexibilización cuantitativa, que quiere decir, la creación de cantidades significativas de dinero nuevo (electrónicamente por lo general) por un banco, autorizado por el Banco Central dentro de determinadas condiciones».
Sucede que este dinero nuevo, en vez de ser invertido en la producción y en la creación, fue inyectado en la corriente especulativa de las finanzas mundiales. Aquí se gana mucho más, inmediatamente, que en la inversión productiva que demora mucho más tiempo. De esta forma las ganancias van a los ya multimillonarios, sin solucionar la crisis; al contrario, agravándola.
La otra medida fueron las políticas de ajuste, llegadas bajo el nombre de austeridad. Para garantizar las ganancias de los capitales se organizó un ataque sistemático a los derechos sociales, a los servicios públicos de salud y de educación, al sistema de la seguridad social y a las jubilaciones. Esto se inauguró primero en la zona del euro y ahora, según la misma lógica, en Brasil. Se fragilizó la ya frágil democracia y la disminución del gasto público está provocando recesión y desempleo.
Si hubiese habido pensamiento y un mínimo de sentido humanitario, una posible salida podría ser lo que viene proponiendo incansablemente desde hace muchos años el ex-senador Eduardo Matarazzo Suplicy: la renta mínima ciudadana. Por el hecho de ser humano, cada persona tiene derecho a una renta ciudadana que le garantice una vida digna, aunque sea frugal. Dice un estudioso, Antonio Martins: «Un cálculo del sitio Swiss Info, en 2009, mostró que sólo en los primeros meses de socorro a los bancos, los Estados gastaron 10 billones de dólares, lo cual sería suficiente para pagar a cada habitante del planeta 1.422 dólares, aproximadamente 4,5 mil reales, unos 1.280 euros» (cf. sitio Outras Palavras de 14/07/16). Sería la quantitative easing for People propuesta por el líder laborista británico Jeremy Corbyn. Ese dinero circularía mediante el consumo, los beneficios públicos y superaría el grave padecimiento humano a causa del desempleo y el hambre. Esta sería una solución viable, más ética y más humana. Todavía puede ser puesta en marcha. Quién sabe si con el agravamiento de la crisis mundial no nos veremos obligados a esta solución verdaderamente salvadora.