La semana pasada estuvieron en República Dominicana Gloria Álvarez y Rodrigo Arenas, del Movimiento Cívico Nacional de Guatemala. Ellos promueven la idea de que el populismo es un mal endémico y extendido en América Latina, y propugnan por una República de emprendedores y poderes públicos garantes de la libertad individual.
Indiscutiblemente, el populismo ha sido un sello distintivo de la política latinoamericana. Los regímenes populistas se caracterizan por interpelar directamente al pueblo, movilizarlo, y agudizar las contradicciones sociales. Los casos más sonados de populismo de antaño son Juan Perón y Lázaro Cárdenas, y en las últimas décadas Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa.
En República Dominicana, sin embargo, nunca ha surgido un régimen populista ni un líder político populista. El sistema es eminentemente clientelista. Aquí el pueblo siempre ha sido desmovilizado y las contradicciones sociales diluidas.
Los excesos del populismo son negativos para el desarrollo económico y político. Pero una dosis adecuada de populismo es de las pocas fórmulas políticas conocidas en esta región para redistribuir recursos de los que más tienen a los que menos tienen.
Cuando Danilo Medina sorprendió la nación el 27 de febrero de 2013 con un discurso que incluyó una enérgica denuncia del injusto contrato negociado en el gobierno de Leonel Fernández con la
Barrick Gold, utilizó un recurso populista. Eso, sin embargo, no lo hace un líder populista ni el régimen populista.
Medina sabía que cuatro años de gobierno con pocos recursos serían terribles. El gobierno había aprobado un paquetazo impositivo a fines de 2012 que golpeaba las clases medias y bajas, y los préstamos no podían suplir en mayor nivel el Presupuesto Nacional. Fue simplemente un episodio populista.
La constante en la política dominicana, independiente del partido en el poder, ha sido beneficiar al capital sobre el pueblo, mantener el pueblo desmovilizado, y buscar la inclusión social vía clientelar.
El populismo no es panacea. Los regímenes populistas son con frecuencia demagógicos y autoritarios, obstaculizan la construcción democrática porque sobredimensionan el personalismo, limitan la libertad de expresión, la autonomía de los poderes públicos y la formación de capital. Surgen y se afianzan en América Latina ante las grandes desigualdades cuando el clientelismo se agota.
En el caso venezolano, el sistema de competitividad electoral que prevaleció entre 1960 y 1980 colapsó en la década de 1990 porque el sistema clientelar en el cual se fundamentó no pudo dar respuesta a las crecientes demandas de inclusión social. Hugo Chávez reemplazó el sistema de partidos y forjó un sistema personalista que se sustentó en el poder militar y la transferencia de una parte importante de la renta petrolera hacia sectores empobrecidos.
Bolivia y Ecuador fueron sociedades oligárquicas hasta la década de 1990. Los movimientos indígenas se articularon y de ahí salió el apoyo fundamental a Evo Morales y Rafael Correa. Para sostenerse en el poder, estos presidentes tenían que movilizar las masas y acelerar los procesos de redistribución de riqueza.
El grave problema histórico de América Latina ha sido no haber logrado redistribución de riqueza a través de acuerdos entre gobiernos, empresarios y sectores populares. Las clases económicamente dominantes han dependido siempre de la súper-explotación de la fuerza de trabajo, y han vivido en contubernio con los gobiernos buscando excesivas concesiones y evadiendo mayores cargas impositivas.
República Dominicana no ha sido parte de la ola populista latinoamericana por diversas razones: el conservadurismo, la compactación de la élite, la extensa red clientelar del Estado que desmoviliza, la migración dominicana que quita presión redistributiva y la mano de obra barata haitiana sin derechos.