Las religiones han sido y siguen siendo instituciones machistas. Todas tienen hombres como cabezas, los rituales principales los dirigen los hombres (curas, pastores, rabinos, imanes), y las mujeres tienen un papel secundario aunque constituyen la mayoría de la feligresía.
Mientras en las instituciones educativas, laborales y políticas se han librado grandes batallas para abrir espacios de participación igualitaria a las mujeres, poco se ha logrado en las religiones.
El cristianismo y el judaísmo tuvieron que convivir desde temprano con la modernidad occidental, y por tanto, moderaron las formas de subordinación de las mujeres. El islam se mantuvo distante, concentrado en países de bajo desarrollo socio-económico, y ha enfrentado mayor dificultad para convivir con la modernidad.
Casi todas las versiones del islam establecen códigos estrictos de encubrimiento del cuerpo de las mujeres. Los hombres, por el contrario, no son sometidos a esas restricciones ni sacrificios. Y es precisamente por los hombres que las mujeres tienen que cubrirse mucho.
Una vez culturalmente asumida la cobertura del cuerpo femenino, hombres y mujeres musulmanes lo justifican en base a la modestia. Cuestionar el código de vestimenta conlleva un alto precio, así que el velo se define como opción, no imposición.
Las normas estrictas del islam han comenzado a cambiar ligeramente con los flujos migratorios de musulmanes hacia países con sistemas políticos democráticos, embarcados en la ampliación de derechos ciudadanos. Pero ahí las mujeres musulmanas encuentran la xenofobia. La vestimenta marca el rechazo hacia ellas.
La burka, que cubre la cara casi completa, ha sido objeto de prohibición en Francia por considerarse un peligro público al no identificarse la persona detrás del velo. Es entendible esta medida por la inseguridad que han generado los atentados. Pero no todas las formas de encubrimiento del cuerpo constituyen una amenaza a la seguridad ciudadana.
La más reciente controversia se ha producido con el burkini, el traje de baño de cuerpo entero que han comenzado a usar algunas mujeres musulmanas para bañarse en la playa sin desafiar radicalmente las reglas del islam.
Desde una óptica, el burkini se percibe como una forma de liberación de esas mujeres que se lanzan a modificar los códigos restrictivos del cuerpo. Desde otra, se ve como una forma más de subordinación de las mujeres.
Interpretar el burkini como un atentado a los valores franceses, llevó en varias ciudades costeras de Francia a prohibir su uso. Por suerte, el Consejo de Estado francés ha rechazado la prohibición bajo el argumento de que el burkini no constituye un peligro y prohibirlo restringe libertades individuales.
Un gran desafío del Estado democrático ha sido cómo tolerar los dogmatismos religiosos sin sucumbir ante sus extremismos.
Prohibir el burkini en una playa francesa es tan oprimente como el burkini mismo. Usar un burkini no constituye un peligro para nadie ni restringe los derechos de nadie. Prohibirlo sí.
En el mundo de hoy hay que cuestionar las formas de opresión religiosa, pero también hay que estar vigilante ante las formas de opresión del Estado, aún de aquellas que cuentan con amplio respaldo popular. En la democracia valen igual los derechos de las mayorías y de las minorías.
En la tolerancia de derechos radica el gran desafío de la democracia contemporánea. Si no se logra, caminamos hacia sociedades con mayores niveles de marginación y confrontación.
Termino aquí citando a Rosa Montero: “Nuestro mundo arrastra una honda, espantosa patología sexista que ningunea, tortura y sojuzga a las mujeres”. Y agrego yo: el burkini es una evidencia clara de mujeres atrapadas entre el machismo y la xenofobia.