“Incumplimos la ley: ¿y qué?”, fue la desparpajada y arrogante respuesta de un desaprensivo gobernador provincial y dirigente del PLD, cuando se le cuestionó sobre el incumplimiento de la ley de declaración jurada de bienes de los funcionarios públicos, violada por él y decenas de otros funcionarios. Esa respuesta no es una simple salida infeliz de un alto dirigente partidario, sino una manifestación de una concepción del poder de quienes controlan el Estado y actitud política y social de diversos sectores de esta sociedad, cuyas raíces vienen de lejos.
Muchos dicen, con razón, que esa infeliz salida expresa con meridiana claridad que en este país no existe un régimen de consecuencias, que existe una suerte de sentido común o ley no escrita de que, en los últimos 50 años, todos los grupos y partidos que se suceden en el poder se blindan de cara a cualquier eventual acción de la justicia contra sus desmanes y ese blindaje lo hereda el grupo que lo sucede en el poder. Es más, al dejar el poder el grupo saliente hace todo lo posible para que ese blindaje funcione a la perfección para sus sucesores.
Es la historia de nuestra política, cuyas raíces habría que buscarla en el hecho de que, en este país, a diferencia de otros países de la región, no se registran momentos de profundas reformas o de rupturas del orden social impulsadas por figuras políticas de profundo talante reformador. No hemos tenido esos momentos que, en términos de valores o institucionalidad democrática, han marcado las sociedades de esos reformadores. Pienso en la Costa Rica de un Pepe Figueres, que en su finca organizó un ejército para librar una guerra por la democracia y los derechos de los trabajadores, y una vez en el poder destruyó el ejército regular.
Igualmente, pienso en un Lázaro Cárdenas en México, que enfrentó al imperialismo norteamericano, nacionalizó el petróleo y les dio la tierra a los campesinos. Como lo soñó Zapata; en un Sandino internacionalista y antiimperialista, en un Allende socialista, símbolo de la coherencia política/ideológica, en Jacobo Arbenz en Guatemala, en Haya de la Torre en Perú, en Getulio Vargas en Brasil, entre otros grandes reformadores a quienes no les templó el pulso para enfrentar los grandes latifundistas, la corrupción política de las burocracias parasitarias y del conservadurismo eclesial y social en sus países, dejando en ellos sus profundas improntas en la configuración político/institucional en sus sistemas políticos.
No hemos tenido un reformador de tal calibre, tampoco las fuerzas progresistas han sido capaces de aprovechar determinadas coyunturas con posibilidad de fomentar el surgimiento de liderazgos individuales o colectivos potencialmente reformadores o de ruptura con el régimen vigente. Bosch, en 1963 pudo haber sido esa figura, pero fracasó. Su talante le impidió vencer la hostilidad que hacia él tuvieron los sectores políticos, oligárquicos, sociales, eclesiales, de capas medias, de izquierda y de EEUU. Somos una sociedad conservadora, de los peores en indicadores claves para el desarrollo humano. Ante eso, quienes nos gobiernan responden: ¿y qué? Tal parece, por sus actitudes, que la generalidad de la gente de todos los estratos sociales responde lo mismo.