La cultura alimentaria de nuestros pueblos vincula el sentimiento con el paladar. “El amor entra por la cocina”, suelen aconsejar las madres a las hijas en vías de matrimonio. Sin embargo, en los últimos tiempos, al abrirse el país al mundo, el dominicano le ha dado la espalda a su cocina. Prefiere la comida extranjera y se avergüenza de los alimentos tradicionales con los que se crió.
En otros países existen políticas culturales inteligentes que aprovechan sus expresiones culinarias típicas, las convierten en gourmet, y las usan para impulsar su propio desarrollo. Para muestra dos botones.
En el 2003, participé en un evento en San José, Costa Rica. En el hotel donde me alojé la primera oferta del chef de desayuno fue el “calenta’o”. Es decir, arroz calentado sobrante del día anterior. Día tras día el ofrecimiento del plato se repetía como un ritual. Parecía que quería venderme su país en una ración de arroz. Luego me motivaba a probar otras degustaciones exóticas.
De igual manera, en el 2010, asistí a un seminario en la Universidad ITAM del Distrito Federal, México. En los descansos nocturnos la delegación dominicana nos desplazábamos a conocer algún que otro lugar emblemático de la metrópoli. Durante una de las giras fuimos a caer en Hard Rock Café. Confieso que con algunos temores por lo “caribe” que resulta su homólogo dominicano. Pero fue una sorpresa por lo asequible de los precios. Y el mayor asombro fue la insistencia de los camareros para que probáramos los manjares de tradición azteca. “Dele una probadita a esto, güey”.
Todo lo contario ocurre en República Dominicana. En los hoteles y restaurantes dominicanos no sirven platos criollos. Peor aún, la gente siente timidez en pedir una exquisitez local. Incluso se ríen si alguien solicita “concón” con habichuelas y salsa de carne guisada por encima.
En los Resort, los del todo incluido, es imposible conseguir un moro de habichuelas negras o de güandules con chivo picante. Si el hotel resulta cinco estrellas, no se moleste en preguntar por los moros, sean de habichuelas blancas o rojas o de cualquier otro grano. Es que son lugares tan finos…
Tampoco hagas “cocote” con los deliciosos “asopa’os”, con los chambres, los sancochos, las sopas de nervios levanta muertos o el suculento sancocho de habichuelas. Ni por asomo se te ocurra pedir al camarero un mondongo con paticas de cerdo y un chin de nervios de res.
El locrio de chicharrón, las costillitas de puerco, el bacalao o el arenque, son inimaginables en un restaurante de segunda o un hotel de paso. De pura chepa te ofrecerán un arroz con pollo que no llega ni a locrio de pollo mal hecho.
A regañadientes te preparan mangú, puerco asado, cazabe, arroz blanco y tostones o mofongo. No sin antes insistir en servirte un churrasco importado.
Las entradas y entre mesas no son tradición en la cultura alimentaria dominicana. Nosotros no entramos, sino que pasamos directo al plato fuerte. Con todo y lo abrupta de la entrada, preferimos los “trozos” a los bocadillos de la gastronomía nacional.
Cuando el mozo te pregunta “¿Qué deseas de entrada?” Es no común responder: traiga un chulito, una arepita o una empanadita de yuca guayada. Pero cuidado si pides un par de albóndigas de carne molida o bollos de maíz hervidos. El tipo se puede ofender.
El desprecio por lo nuestro y la sobrevaloración de lo extranjero, impide al dominicano ser auténtico. La vergüenza raya en lo ridículo cuando nos dan a probar un ron de gran calidad. Al degustar un buen ron, el dominicano exclama, “¡Esto no es un ron, esto es un whisky!”, como si no se fabricaran whiskies de calidad inferior a la del peor de los rones criollos.
Esto acontece por no tener una política cultural que promueva los valores locales como una forma de propiciar el desarrollo de nuestra cocina. No en balde Perú centra su campaña de promoción de la nación inca al través de su rica y variada gastronomía.
¿Si como lo saben bien nuestras mujeres, el hombre se amarra con la cocina, acaso no se puede atar el desarrollo local con la sabrosura de un chen chen o un pescado con coco?
Raudy Torres debería ser nuestro Ministro de Turismo. Vitalicio.