Algunos afirman que la política es hoy día más mediática. Que prioriza la forma antes que al fondo, el ademán y el gesto más que la coherencia o sinceridad del acto mismo. Pero ¿cuándo ha sido diferente?
La iconografía del poder, que cada sociedad sabe descifrar de manera muy clara, por medio de “percepciones” va descodificando los arcanos y presagiando triunfos o fracasos. En el caso dominicano, el escenario electoral, al igual que los juegos de béisbol, habla temprano.
La construcción discursiva de la imagen la aprendimos de la “Era”. La fastuosidad del poder ha sido innegociable para quienes nos han dirigido: variando ornamentos la imagen del primer hombre de la nación (hasta ahora no hemos damas en este rol), se hace un calco de los elementos básicos que, desde el más humilde campesino hasta el empresario más acaudalado, pasando por centennials y millennials, visualizan el aura que irradia sobre quien dirigirá “la cosa pública”.
Cuando hablamos de la “espectacularización” de la política, no nos referimos a penetrar los medios de entretenimiento con indeseadas promociones políticas en el cine o lugares de esparcimiento; se trata de una serie de claves que se han estructurado para la escenificación de ese actor que es el político en su tarea de ganar simpatías, vender sus iniciativas y logar el favor del voto.
Pero esa dinámica se construye, también, de modo profesional y ya tenemos reputados asesores no solo de imagen sino hasta de silencios, hacen vida en el país. Los tiempos en los que trabajaban a la sombra han quedado relegados para dar paso a un nuevo sistema en el que el asesor, es anunciado por los equipos políticos, recibido en rueda de prensa y se convierte en la celebridad redentora que empujará hacia al triunfo. Todo un código nuevo.
La preferencia por el montaje de eventos de gran magnitud, compartiendo escena con artistas urbanos y talentos de los nuevos géneros musicales, se ha vivido con intensidad en Puerto Rico, donde los candidatos a Gobernadores se han visto confundirse con las estrellas del espectáculo. En nuestro caso, desde caudillos del siglo pasado, hasta los primeros presidentes dominicanos han mantenido la cadencia de nuestro pueblo en un merengue sin fin de continuismos y perplejidades.
La política del siglo XXI es espectáculo. Y aunque teóricos se resistan (otros quedan impávidos), reclaman como incongruencia que en la “sociedad del conocimiento”, la preferencia y el incentivo al voto diste mucho de ideas y conceptos, de ideologías o sesudas soluciones a problemas sociales, económicos y políticos. La afirmación está sentada y la convergencia de generaciones hábiles para votar, va consumiendo las noticias políticas como un espectáculo.
Las miradas de ese ciudadano-espectador a de centrarse en el político y mediante los medios con los que cuente, debe poner en marcha una estrategia que inspire y convenza, que de esperanza pero que entretenga. En ese proceso debe ocuparse de producir una línea grafica creativa y atrayente, audiovisuales que digan sin decir y sumen sin atropellar a los demás.
La constante es esa: marcar distancia pero relacionarse, demostrar que se es igual pero que se tiene la capacidad de dirigir y determinar un mejor futuro colectivo. Para hacerlo están las redes, la televisión, los medios tradicionales. El ciudadano, que también hace el rol de elector, comprende muchas veces mejor que el político y su carga semántica prefabricada. Sabe la lógica del espectáculo, entiende cuando ponerse cómodo porque la función inició, y para colmo antes de tiempo.