La corrupción que estamos constatando en Brasil en estos últimos tiempos, especialmente la del petróleo, vinculada a una de las mayores petroleras del mundo, Petrobrás de Brasil, es alarmarte. Los números andan siempre por millones de dólares, que escandalizan y van más allá de todo buen sentido, incluso entre ladrones y mafiosos.
Los organismos norteamericanos de vigilancia que espiaron a la Presidenta Dilma, espiaron también a Petrobrás, debido al hecho de tener uno de los mayores yacimientos de gas y petróleo del mundo, que se encuentra en el Pré-Sal. Las autoridades policiales brasileras que empezaron a investigar encontraron una red inmensa de corruptores y corruptos, que implicaban a grandes empresas, altos funcionarios de Petrobrás, gente del propio gobierno, agentes de cambio, sin que faltaran sectores del judicial. Los beneficiarios eran especialmente políticos de casi todos los partidos (con excepciones loables) que financiaban sus costosas campañas electorales con ese dinero de la corrupción, en forma de propinas millonarias.
Desde el principio, las investigaciones que implicaron a los principales órganos de la justicia y de la policía estuvieron viciadas por un componente político. Se enfocó particularmente a un partido, el PT, que estaba en el poder y al que sus opositores querían, ya fuera por la vía legal de la elección o por cualquier otro procedimiento en desafío a la normalidad democrática, sacarlo del poder. Las fugas, problemáticas en términos legales, prácticamente se concentraron en el PT, relevando y hasta ocultando la participación de otros partidos, máxime los de la oposición. A partir de ahí se creó prácticamente una generalización (de por sí injusta, porque alcanza a miembros correctos, diría que en su gran mayoría en las bases municipales del partido) de que la corrupción era cosa del PT. Hay que reconocer que el partido se benefició de los esquemas de corrupción y que incluso fue uno de los principales articuladores, pero sería injusto considerar que tenía el monopolio de la corrupción. Esta es endémica en la vida política y social del país, atraviesa partidos y empresas e incluye a muchísimos ciudadanos ricos, sea eludiendo altas sumas de impuestos, sea escondiendo gran parte de sus fortunas en bancos extranjeros o en paraísos fiscales.
Raramente en nuestra historia reciente hemos visto a grandes empresarios detenidos, interrogados, condenados y encarcelados. La corrupción que se había naturalizado en los más altos estratos de los negocios y en la política empezó a ser desenmascarada y puesta bajo los rigores de la ley. Tal hecho constituye un dato de altísima relevancia y un avance en el sentido de la moralidad pública.
Pero siendo realistas y no moralistas, no podemos reducir la corrupción a este evento nefasto del petróleo. No se puede ocultar el hecho de que el sistema del capital con su cultura es en su lógica también corrupto, aunque esté socialmente aceptado. Él simplemente impone la dominación del capital sobre el trabajo, generando riqueza mediante la explotación del trabajador y la devastación de los escasos bienes y servicios de la naturaleza. Produce una injusticia doble, social y ecológica, esta última actualmente amenazadora del equilibrio del sistema-Tierra y del sistema-vida. Thomas Piketty en su libro El capitalismo del siglo XX dejó claro que allí donde se establecen relaciones capitalistas surgen pronto desigualdades que tensionan la sociedad y fragilizan la democracia, que supone una igualdad básica de todos ante la ley y garantiza los derechos con inclusión social.
Nuestras formas de corrupción tienen raíces históricas en el colonialismo y en la esclavitud, violentos en sí mismos, que llevaban a las personas a corromperse y a corromper para mantener un mínimo de libertad. Se inventó el famoso jeitinho. Hay también una base política en el arraigado patrimonialismo que no distingue lo público de lo privado y lleva a las élites a tratar la cosa pública como si fuese suya y a montar un tipo de estado que les garantice privilegios. Todo esto generó una cultura de la corrupción, como algo natural e intrínseco a la vida social y política. Los corruptos son considerados gente hábil y no los delincuentes que en realidad son.
Filosóficamente hablando, ¿cuál es la raíz última de la corrupción? Tal vez el católico Lord Acton (1843-1902) que era historiador y pensador nos ayude. Decía él: la corrupción reside fundamentalmente en el poder. Siempre se cita su frase: «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Y añadía: «mi dogma es la general maldad de los hombres portadores de autoridad; son los que más se corrompen». La tradición filosófica y psicoanalítica nos ha persuadido de que en todos los seres humanos hay sed de poder y que el poder sólo se garantiza buscando siempre más poder. Y el poder se materializa en el dinero. Cuanto más dinero, más poder.
Para conseguirlo no vale sólo el trabajo honesto, sino, perversamente, todas las formas que permiten multiplicar el dinero, es decir: asegurar más y más poder. La historia muestra la ilusión de esta pretensión. De repente se puede perder todo y quedar en la miseria. Si no hemos controlado nuestra sed de poder y de acumulación, nos sentimos perdidos. El antídoto para esa sed de poder y de dinero es la honestidad, la transparencia y la salvaguarda del valor sagrado de la propia dignidad. Por no hacer esto, los corruptos se revelan despreciables e infelices.
¿Sabremos sacar estas lecciones de la corrupción, naturalizada en Brasil, que, por fin, ha sido desenmascarada?