Tuve que llegar como estudiante a México hace justo 50 años para comenzar a descubrir la identidad racial y cultural que me habían negado la educación primaria, la secundaria, el seminario Santo Tomás de Aquino y un año de universitaria.
Aunque había nacido y vivido en bateyes del Ingenio Consuelo, en San Pedro de Macorís y San Cristóbal, de las poblaciones más multirraciales, ignoré demasiado tiempo mis componentes genéticos, atrapado entre prejuicios y complejos raciales, que me habían convencido de que yo era un negrito feo de cabello malo, que había tomado excesivos ingredientes de mi abuela paterna negra y muy pocos de mi abuelo materno español.
Aquella mañana de febrero de 1966 cuando acudí a la secretaría de Gobernación de México para regularizar mi estatus de estudiante fui a dar con un funcionario que parecía estarme esperando para, tras abrir mi pasaporte y ver mi condición de “indio”, preguntarme a qué tribu pertenecía. Ahí comencé a darme cuenta de los esfuerzos dominicanos por negar nuestra condición racial, parapetándonos tras un indigenismo que en el país había desaparecido cuatro siglos atrás. Jamás permitiría que me pusieran tal condición en el pasaporte o la cédula, aunque hube de pelear para que me inscribieran como mulato.
Poco después descubriría que no tenía el pelo malo ni feo, cuando una compañera de aula, me ruborizó delante de un grupo al preguntarme si podía tocarlo. Me acabó de desconcertar cuando con toda espontaneidad e inocencia me dijo: “es que es muy bonito tu pelo”. Esa tarde supe que no había pelos malos ni buenos, feos o bonitos, sino diversos.
Pasaron diez años para que en 1976, cuando asistía a la IV Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, en Nairobi, la capital de Kenya, en un mercado público, me diera cuenta cuánto tenía de africano. Fue como si hubiese llegado al mercado de Villa Consuelo, las mismas frutas, los mismos víveres, iguales ritmos musicales, bullicio, suciedad y desorden.
A estas alturas de la vida entristece comprobar que a la mayoría de los dominicanos se les sigue escondiendo o negando sus componentes africanos, que creen que nuestra negritud es culpa de la inmigración haitiana, que “somos el pueblo más hispánico del continente”, donde predominan los indios, indios claros, indios oscuros, indios canelos, que lo hemos asumido tan profundamente que es una ofensa llamarnos negros, por lo que hasta Peña Gómez era “moreno”, y pocos aceptan que les llamen mulatos.
Lo más penoso es comprobar cómo la mayoría de los negros y mulatos se han introvertido como feos, inferiores, por lo que nuestras mujeres, hasta las más pobres, tienen que invertir alta proporción de sus ingresos en salones de belleza, que Sammy Sosa se ha pretendido pintar de blanco, después de haber alcanzado fama universal como atleta negro, y que todavía a nuestros niños y niñas se les predica la necesidad de “mejorar la raza”.
Por todo eso y mucho más ha resultado lacerante -no es una broma de redes sociales- que toda una ministra de Educación Superior haya espetado a una jovencita que no podía darle una beca porque no se planchaba el pelo. Y tras el escándalo consiguiente, la funcionaria se extrañó de que “eso despertara tanta algarabía”. ¡Pobre doña Ligia Amada Melo!, un ser humano bueno, mulata confundida, víctima y victimaria del prejuicio racial.
Lo peor es que la mayoría de los dominicanos consideran tabú, de mal gusto, toda referencia a sus orígenes raciales y culturales. Por eso se ha ignorado el estudio recién revelado por la Academia Dominicana de la Historia, según el cual el 49 por ciento del ADN de la población dominicana es de origen africano, con un 39 por ciento de europeo y un residual 4 por ciento indígena.
Para que nos desarrollemos como pueblo, tenemos que hacer una catarsis étnica cultural, aceptarnos como somos, y desterrar de nuestra educación los complejos raciales que castran energías y generan subordinación.