Quizás el marxismo no pudo seguir avanzando por ser una teoría basada en la idea de que, a partir de su opresión, la clase obrera tomaría conciencia de la explotación y se rebelaría contra el sistema capitalista. Eso que llaman conciencia de clase.
Han pasado más de 100 años de la publicación de los libros de Carlos Marx, con la más devastadora crítica del capitalismo. Y en este 2017 se cumplen 100 años de la Revolución rusa, un cúmulo de fracasos para ser breve.
Cierto, el capitalismo está en crisis; siempre ha vivido en crisis. Pero hoy hay más países bajo las garras del sistema capitalista; la burguesía ha mostrado ser mucho más hábil que los obreros, o muchos obreros han preferido la explotación capitalista a la prometida liberación comunista.
El tema viene al caso porque, para entender por qué la clase obrera blanca de Estados Unidos votó mayoritariamente por Donald Trump y los republicanos, hay que recurrir a la estupidez o al masoquismo, no a la conciencia de clase.
Trump movilizó las huestes obreras blancas bajo el argumento de que las élites económicas habían traicionado su sueño; específicamente, la élite económica globalizada, apoyada por los Clinton, que dirige Goldman Sachs y otras compañías de rapiña financiera e industrial.
Ya electo presidente, Trump ha llenado su administración con esos mismos personajes, y anunció que procederá a desmantelar los controles a las instituciones financieras que impuso Barack Obama para evitar otra catástrofe al estilo 2008.
O sea, la clase obrera blanca ha llevado al Gobierno de Estados Unidos a los políticos más comprometidos con el bienestar de los ricos, con los bajos salarios para la clase trabajadora, con la desigualdad social, y con la desregulación de las empresas; empresas que dejadas a su libre albedrío, crean las burbujas económicas que benefician únicamente a los ricos.
Al momento, no hay ningún obrero blanco de Michigan o Wisconsin dirigiendo una oficina económica del Gobierno. A la cabeza están los empresarios de la quiebra de bancos. Ellos son los encargados de traer empleos a los sufridos obreros blancos.
En éctasis de triunfo, esos obreros parecen no entender, una vez más, que sus verdugos nunca serán sus salvadores.
El capitalismo ha tenido muchas vidas, y seguirá teniendo otras, porque ha perfeccionado la técnica más efectiva para ejercer poder: el engaño deseado. Y además, ha perfeccionado la técnica de engañar repetidamente, presentado cada engaño como una nueva verdad (la posverdad hace tiempo existe).
La mentira óptima del capitalismo es disfrazar a los ricos de abanderados del bienestar de los trabajadores. Son sujetos a imitar, benefactores.
El comunismo, por el contrario, ha sido burdo en sus mentiras. A falta de perfeccionar la técnica del engaño, ha reprimido y silenciado demasiado. No es paradigma a imitar, no es objeto de deseo.
Ni siquiera alimentos suficientes produce. ¿Cuántos quieren emigrar a Rusia? ¿Cuántos a Cuba? Más vienen a la República Dominicana de Haití, Cuba y Venezuela.
La burguesía ha tenido momentos de grandes fracasos (la Gran Depresión, la Gran Recesión), pero se reconfigura rápidamente para lograr siempre su gran hazaña: convencer a la clase obrera que el capitalismo es su mejor destino.
Cada vez que la clase obrera vota mayoritariamente por una grotesca propuesta burguesa (algunas no son tan grotescas), se inicia rápidamente una nueva golpiza económica. Y a falta de la prosperidad material deseada, se alberga sexismo, racismo, xenofobia y homofobia. Siempre hay alguien a quien culpar, a quien odiar. Ahí coinciden ahora el comunismo y el capitalismo, Putin y Trump.
¿Será estúpida o masoquista la clase obrera?