El colapso del modelo socialista soviético ha tenido un efecto devastador para la izquierda europea, para Europa y para el mundo. Aunque de un calado mucho menor que aquel, el colapso de algunos intentos de rupturas sistémicas en América Latina podría ser más catastrófico para la izquierda de esta región. Ello así, porque a pesar de su significativa contribución para el establecimiento de la democracia en esta parte del mundo, en nuestras sociedades la cultura de izquierda, con todo lo que esto significa, es significativamente débil, por lo cual sus bandazos son más frecuentes e insólitos, como lo demuestran los intentos de cambio recientemente colapsados y los que de manera irremediable llevan ese camino.
La debacle de las experiencias surgidas de esos intentos no puede verse al margen de esos bandazos y estos de la incapacidad de los dirigentes de esos procesos de querer conducirlo y profundizarlos a través del recurso a la fuerza, a la coerción contra sus adversarios. No han logrado construir un poder basado en la construcción de una hegemonía política cimentado en un amplio consenso de una pluralidad de actores que haga de estos la fuerza motora de esos intentos de transformación para evitar el alejamiento progresivo de la población de esos procesos, su burocratización y a generalización de la corrupción.
Es lo que ha sucedido en los casos Venezuela, sumida en una bancarrota económica calamitosa y vergonzosa, además, y con un ejercicio del poder sistemáticamente irrespetuoso de su propia legalidad; de Nicaragua, con un presidente que con un arbitrario golpe de mano ha inhabilitado a la oposición para que no sea realmente competitiva y presentarse como candidato presidencial por séptima ocasión y en noviembre próximo buscar un tercer mandato consecutivo. De Brasil, con un Lula acusado de apañamiento de diversos actos de corrupción dentro y fuera de ese país, entre los cuales se cuenta su labor de lobbies frente a los gobiernos del PLD en nuestro país, para favorecer empresas brasileñas. La involución de Cuba es otro caso, pero merece un tratamiento aparte.
Varios factores se han conjugado para producir el desplome de esas experiencias, pero lo determinante ha sido que estas se han intentado teniendo una dirección política que ha tomado el poder sin una concepción de transformación social original y articulada, capaz de establecer una hegemonía política no sustentada fundamentalmente en la fuerza y en el dirigismo de su principal líder. Sin negar la labor de zapa de los sectores de la derecha de esos países, apoyados por los EEUU, magnificada por los principales dirigentes de esos procesos para justificar su bancarrota y que amplifican muchos militantes de esa “izquierda” sin ninguna propuesta teórica que se corresponda con la realidad de sus países.
Las bancarrotas de los referidos procesos constituyen un lastre para la izquierda de este continente, como la ha sido la debacle del socialismo tipo soviético para la izquierda europea. Ese lastre no se supera jugando con las cartas del pasado, sino con un balance profundamente crítico sobre tantas experiencias fallidas para diseñar colectivamente una teoría política transformadora original, centrada en el reconocimiento de la diversidad de cada país y regiones del mundo.