El principal problema brasileño que atraviesa toda nuestra historia es la monumental desigualdad social que reduce gran parte de la población a la condición de chusma.
Los datos son alarmantes. Según Marcio Pochman y Jesse Souza, que reemplazó a Pochman en la presidencia de IPEA, son sólo 71.000 personas (el 1% de la población, que representa solo el 0,05% de los adultos), los multimillonarios brasileños que controlan prácticamente nuestras riquezas y nuestras finanzas y a través de ellas el juego político. Esta clase adinerada, que Jesse Souza llama la clase privilegiada, además de ser socialmente perversa es muy hábil, pues se articula nacional e internacionalmente de manera que siempre consigue maniobrar el poder del Estado en su beneficio.
Estimo que su logro más reciente fue inclinar la orientación de la política de los gobiernos de Lula-Dilma hacia sus intereses económicos y sociales, a pesar de las intenciones originales del gobierno de practicar una política alternativa, propia de un hijo de la pobreza y del caos social, como era el caso de Lula.
Con el pretexto de asegurar la gobernabilidad y de evitar el caos sistémico, como se alegaba, esta clase privilegiada consiguió imponer lo que le interesaba: mantener inalterable la lógica acumuladora del capital. Los proyectos sociales del gobierno no obligaban a renunciar a nada, antes bien eran adecuados para sus propósitos. Llegaban a decir entre sí, que en lugar de que nosotros, la élite, gobernemos el país, es mejor que gobierne el PT, manteniendo intocables nuestros intereses históricos, con la ventaja de ya no tenemos ninguna oposición. Él firma nuestros proyectos esenciales.
Esta clase adinerada obligaba al gobierno a pagar la deuda pública antes de responder a las demandas históricas de la población. Así quitaba la deuda monetaria con el sacrificio de la deuda social, que era el precio para poder hacer las políticas sociales. Estas, nunca antes habidas, fueron vigorosas e incluyeron en el consumo alrededor de 40 millones de pobres.
Los más críticos se dieron cuenta de que este camino era demasiado irracional e inhumano para prolongarlo. Fue aquí donde se instaló una falla entre los movimientos sociales y el gobierno Lula-Dilma.
Todo indicaba que con cuatro elecciones ganadas, a pesar de las limitaciones sistémicas, se consolidaba otro sujeto de poder, venido desde abajo, de las grandes mayorías procedentes de las senzalas (viviendas de los esclavos) y de los movimientos sociales. Estas comenzaron a ocupar los lugares y a utilizar los medios antes reservados a la clase media y a la clase privilegiada, que en el fondo nunca aceptó al obrero Lula y nunca se reconcilió con el pueblo, sino que lo despreciaba y humillaba. Entonces los antiguos dueños del poder despertaron con rabia, pues a través del voto podrían no volver al poder nunca más.
Instaurada una crisis político-económica bajo el gobierno de Dilma, crisis cuyos contornos son globales, la clase privilegiada aprovechó la oportunidad para agravar la situación, y por la puerta de atrás, llegar a Planalto. Se creó una articulación nada nueva, ya probada contra Vargas, Jango y Juscelino Kubischek, asentada sobre el tema moralista del combate contra la corrupción, salvar la democracia (la de ellos, que es de pocos). Para esto era necesario suscitar la fuerza de choque que son los partidos de la macroeconomía capitalista (PSDB, PMDB y otros), con el apoyo de la prensa empresarial, que era el brazo extendido de las fuerzas más conservadoras y reaccionarias de nuestra historia, con periodistas que se prestan a la distorsión, la difamación y directamente a la difusión de mentiras.
La historia es vieja, se sataniza al Estado como un antro de corrupción y se magnifica el mercado como lugar de las virtudes económicas y de la integridad de los negocios. Nada más falso. En los estados, incluso en los países centrales, existe la corrupción. Pero donde es más salvaje es en el mercado debido a que su lógica no se rige por la cooperación, sino por la competición donde casi todo vale, cada uno buscando tragarse al otro. Hay evasiones millonarias de impuestos y grandes empresarios esconden sus ganancias absurdas en cuentas en el extranjero, en paraísos fiscales, como recientemente ha sido denunciado por los Zelotes, Lava jato y los papeles de Panamá. Por lo tanto es pura falsedad atribuir las buenas obras al mercado y las malas al Estado. Pero este discurso, martilleado continuamente por los medios de comunicación ha conquistado la clase media. Jesse Souza dice con razón que «literalmente en todos los casos la clase media conservadora fue usada como fuerza de choque para derrocar al gobierno de Vargas, de Jango y ahora al de Lula-Dilma y dar el «apoyo popular» y la consecuente legitimidad a esos golpes, siempre en interés de media docena de poderosos» (El atontamiento de la inteligencia brasilera, 2015, p. 207).
En la base está una mezquina visión mercantilista de la sociedad, sin ningún interés por la cultura, que excluye y humilla a los más pobres, robándoles tiempo de vida en transportes sin calidad, en bajos salarios y negándoles cualquier posibilidad de mejora, ya que carecen de capital social (educación, tradición familiar, etc.). Para asegurar el éxito en esta empresa perversa se creó una articulación que incluye a grandes bancos, FIESP, MP, la Policía Federal y la justicia. En lugar de bayonetas ahora trabajan jueces justicieros que no son reacios a llevarse por delante los derechos humanos y la presunción de inocencia de los acusados con prisiones preventivas y presión psicológica a la delación premiada con información confidencial divulgada por la prensa.
El actual proceso de impeachment a la presidenta Dilma cae dentro de este marco golpista, pues se trata de quitarla del poder no a través de elecciones, sino mediante la exageración de prácticas administrativas consideradas delito de responsabilidad. Por errores eventuales (concedidos y no aceptados) se castiga con la pena suprema a una persona honesta a la que no se le reconoce ningún delito. La injusticia es lo que más lastima la dignidad de una persona. Dilma no merece este dolor, peor que el sufrido a manos de los torturadores.