Es preocupante escuchar que los votantes han sido comprados (la expresión benévola) o han vendido su voto (la expresión acusativa). Este planteamiento se fundamenta en que muchos dominicanos pobres votan en función del beneficio que reciben. Por ejemplo, quienes tienen una tarjeta de solidaridad votarán por el gobierno.
La crítica asume que los pobres deben votar por un interés abstracto o más noble, no por un beneficio material específico.
La clase media y alta están exentas de estos juicios negativos, pero ellos también votan por intereses y beneficios. Por ejemplo, los munícipes del Distrito Nacional votaron mayoritariamente por David Collado porque vieron sus intereses vulnerados bajo la administración de Roberto Salcedo con el problema de la basura, el auditorio en el parque de las luces con su ruido nocturno, y los carros en las proximidades que impiden el tráfico fluido.
Toda la ciudadanía vota por intereses concretos, cada quien en función de sus necesidades y capacidades. La clase media y alta no necesita una tarjeta de solidaridad porque tiene salarios aceptables. Tampoco necesita tanda extendida porque tiene servicio doméstico y envía sus hijos por las tardes a actividades extra curriculares privadas. Los pobres y la clase media baja no tienen acceso a esos servicios y trabajan de sol a sol por bajos salarios.
Desmeritar los pobres porque supuestamente se venden, o se dejan comprar, es emitir un juicio negativo sobre la capacidad de la gente para evaluar las opciones políticas en unas elecciones. La ciudadanía no es tan inconsciente, ni es tarada, ni tan ingenua. Los pobres, al igual que la clase media y alta votan fundamentalmente para ver sus intereses representados en el Estado.
En el afán de ganar elecciones y apoyos, muchos partidos y candidatos recurren al voto clientelar, y quien está en el poder lleva indiscutiblemente la ventaja en recursos. Pero también es común que para encubrir sus derrotas, los candidatos perdedores se refugien en el argumento de que los venció el Estado con sus repartos.
En este país, como en muchos otros, ha habido históricamente un desdén por los pobres, construidos socialmente como plebe. Esto se expresa no sólo en lo político sino también en lo social y cultural.
Por ejemplo, la bachata fue por mucho tiempo un ritmo rechazado porque estuvo confinada al mundo de los hombres pobres. La llamada música urbana es hoy denigrada porque sus intérpretes llevan en el cuerpo y el ropaje la chabacanería lumpen. La letra no es exquisita (es verdad) y la música repetitiva, pero es la expresión de las precariedades del lenguaje, la escasa formación, y el espectáculo como meta para el ascenso social.
Una sociedad de derechos no se construye mirando de arriba hacia abajo con desdén, ni exigiendo a los pobres lo que no pueden dar porque no lo tienen, sino generando oportunidades laborales más justas y compensación de salarios a través de políticas sociales eficaces. Cómo hacerlo requiere de voluntad y compromiso de muchos políticos y del involucramiento de amplios segmentos de la sociedad.
Las precariedades de la economía dominicana hace del Estado clientelar un dispensador de prebendas, es cierto, y es lamentable, pero de ahí a considerar que un amplio segmento del electorado se compra o se vende hay un gran trecho. En todo el mundo, la gente vota por los beneficios que recibe sean tangibles o intangibles, grandes o pequeños.
Por décadas, la sociedad dominicana ha acudido a votar con esperanzas de mejoría más que por la compra o venta de su voto, aunque muchos políticos se afanen en dañar el proceso.