El eje que estructura los discursos del Papa Francisco no son las doctrinas y los dogmas de la Iglesia católica. No es que no las aprecie, sabe que son elaboraciones teológicas creadas en diferentes momentos de la historia. Ellas provocaron guerras de religión, cismas, excomuniones, quema de teólogos y mujeres (como Juana de Arco y las que consideraban brujas) en la hoguera de la inquisición. Esto duró varios siglos y el autor de estas líneas tuvo una amarga experiencia en el cubículo donde se interrogaba a los acusados en el adusto edificio de la ex-Inquisición, situado a la izquierda de la basílica de San Pedro.
El Papa Francisco está revolucionando el pensamiento de la Iglesia remitiéndose a la práctica del Jesús histórico. Él recupera lo que hoy en día se llama “la Tradición de Jesús” que es anterior a los evangelios actuales, escritos 30-40 años después de su ejecución en la cruz. La Tradición de Jesús o también, como se llama en los Hechos de los Apóstoles “el camino de Jesús”, se funda más en valores e ideales que en doctrinas. Son esenciales el amor incondicional, la misericordia, el perdón, la justicia y la preferencia por los pobres y marginados y la total apertura a Dios Padre. Jesús, a decir verdad, no pretendió fundar una nueva religión. Él quiso enseñarnos a vivir. A vivir con fraternidad, solidaridad y cuidado de unos a otros.
Lo que más resalta en Jesús es su buen sentido. Decimos que alguien tiene buen sentido cuando tiene la palabra oportuna para cada situación, un comportamiento adecuado y cuando atina rápidamente con el meollo de la cuestión. El buen sentido está ligado a la sabiduría concreta de la vida. Es distinguir lo esencial de lo secundario. Es la capacidad de ver y de poner las cosas en su debido lugar. El buen sentido es lo opuesto a la exageración. Por eso, el loco y el genio que en muchos puntos se aproximan, se distinguen aquí fundamentalmente. El genio es aquel que radicaliza el buen sentido. El loco radicaliza la exageración.
Jesús, como nos dan testimonio los evangelios, se manifestó como un genio del buen sentido. Un frescor sin analogías atraviesa todo lo que dice y hace. Dios en su bondad, el ser humano con su fragilidad, la sociedad con sus contradicciones y la naturaleza con su esplendor aparecen con una inmediatez cristalina. No hace teología ni apela a principios morales superiores. Ni se pierde en una casuística tediosa y sin corazón. Sus palabras y actitudes muerden de lleno en lo concreto donde la realidad sangra y debe tomar una decisión ante sí mismo y ante Dios.
Sus amonestaciones son incisivas y directas: “reconcíliate con tu hermano” (Mt 5,24). “No juréis de ninguna manera” (Mt 5,34). “No resistáis a los malos y, si alguien te abofetea la mejilla derecha, muéstrale también la otra” (Mt 5,39). Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt 5,34). “Cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que da tu derecha” (Mt 6,3).
Este buen sentido le ha faltado a la Iglesia institucional (papas, obispos y curas), no a la Iglesia de la base, especialmente en cuestiones morales. Aquí es dura e implacable. Las personas con su dolor son sacrificadas a los principios abstractos. Se rige antes por el poder que por la misericordia. Y los santos y sabios nos advierten: donde impera el poder, se desvanece el amor y desaparece la misericordia.
Qué diferente es el Papa Francisco. La cualidad principal de Dios, nos dice, es la misericordia. A menudo repite: “Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso” (Lc 6,36). Y explica el sentido etimológico de la misericordia: miseris cor dare: «dar el corazón a los míseros», a los que padecen. En la charla del Ángelus del 6 de abril de 2014 dijo con voz alterada: «Escuchad bien: no existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos». Y pide a la muchedumbre que repita con él: «No existe ningún límite para la misericordia divina ofrecida a todos».
Como un teólogo nos recuerda que Santo Tomás de Aquino afirma que, en lo que se refiere a la práctica, la misericordia es la mayor de las virtudes «porque se derrama hacia los otros y además los socorre en sus debilidades».
Lleno de misericordia ante los peligros de la epidemia de virus zika abre espacio al uso de anticonceptivos. Se trata de salvar vidas: «evitar el embarazo no es un mal absoluto», dijo en su visita a México en febrero de este año. A los nuevos cardenales les dice con todas las palabras: «La Iglesia no condena para siempre. El castigo del infierno con el cual atormentaba a los fieles no es eterno». Dios es un misterio de inclusión y de comunión, nunca de exclusión. La misericordia siempre triunfa.
Esto significa que tenemos que interpretar las referencias de la Biblia al infierno no fundamentalísticamente, sino pedagógicamente, como una forma de llevarnos a hacer el bien. Lógicamente no se entra de cualquier manera en el Reino de la Trinidad. Hay que pasar por la clínica purificadora de Dios hasta irrumpir, purificados, dentro de la eternidad bienaventurada.
Tal mensaje es verdaderamente liberador. Y confirma su exhortación apostólica “La alegría del Evangelio”. Esta alegría es ofrecida a todos, también a los no cristianos, porque es un camino de humanización y de liberación.