Siempre existe la esperanza de que las elecciones inspiren la ciudadanía a votar por ideales y objetivos. Ese, se supone, es el propósito de las elecciones en una democracia: ofertar buenos candidatos para que gane el o la mejor.
En la práctica, nunca sucede así. En el mejor de los casos aparece una candidatura que encanta; pero con frecuencia, todos los candidatos presentan serias deficiencias, y la carrera electoral se torna una selección del menos malo, según cada quien.
En Estados Unidos, en las elecciones de 2008, la candidatura de Obama fue inspiradora, aunque los republicanos se volcaron contra él porque les aterra. Casi la mitad del país se ha mantenido siempre contra él.
Obama triunfó en medio de un gran optimismo entre sus seguidores. Había una fuerte recesión económica y dos guerras. La prioridad de Obama fue estabilizar la economía con una inyección de dinero (aumentó la deuda) y una política de la Reserva Federal de bajos intereses. Se estima que durante la administración de Obama se crearon 15 millones de puestos de trabajos después del desangramiento laboral. La presencia de soldados en Iraq y Afganistán disminuyó significativamente, y la guerra en el terreno se fue sustituyendo por drones.
En ocho años de gobierno, Obama tuvo mayoría en ambas cámaras del Congreso sólo en 2009 y 2010. El rápido surgimiento del Tea Party llevó a la reorganización inmediata de las fuerzas conservadoras, y a partir de 2011, el Partido Republicano aumentó su representación en ambas cámaras. La función principal de ese Congreso de mayoría republicana ha sido impedir las reformas de Obama, aunque no han podido deshacer aún la reforma de salud.
El Partido Demócrata, por el contrario, se dejó amilanar, y confió en la capacidad de Obama para reelegirse en el 2012 con la coalición electoral de mujeres, jóvenes y minorías étnico-raciales. Obama ganó ante una candidatura pálida de Mitt Romney.
En el 2016, la candidatura estridente de Donald Trump es producto de la frustración y la rabia conservadora. En las primarias, Trump apareció ruidoso, atrevido, y dispuesto a cambiar el lenguaje políticamente correcto que tanto irrita a los conservadores. Ser racista y misógino entusiasmó las bases republicanas, pero aterró a las víctimas de ese discurso. Los negros, los latinos y las mujeres están mayoritariamente contra Trump.
Hillary Clinton tiene el mérito de haber roto barreras que han impedido el ascenso de una mujer a la Presidencia de Estados Unidos. Se preparó en políticas públicas, se lanzó a la política electiva después de ser primera dama y fue senadora, y luego formó parte del gabinete de Obama como Secretaria de Estado. Conocimientos y experiencias para ser presidenta no le faltan.
Pero los Clinton, a pesar de sus indiscutibles triunfos políticos, llevan mucho tiempo en el poder, y por tanto, tienen mucha cola de pisar. Por desgaste propio y por ataques ajenos no son ya una fuerza inspiradora.
Las elecciones del próximo martes 8 de noviembre será entre dos candidatos que aterran a sus opositores.
Para los blancos conservadores, mayormente hombres sin educación universitaria, Trump es la redención para acabar con el liberalismo de Obama y los Clinton. El trompismo estridente les encanta, y ven ahí la posibilidad de cambio. A los demás Trump les aterra.
Para los aterrados con Trump, votar por Hillary Clinton es la única opción viable aunque ella no encante. La demografía social y la organización partidaria le favorecen, pero la energía política y el profundo conservadurismo de muchos votantes ayudan a Trump. Y como siempre, independientemente de los candidatos, muchos no votarán.