Cuando hay una crisis generalizada como esta que estamos viviendo y sufriendo sin perspectiva de una salida que cree consenso, no tenemos otra alternativa que volver a la fuente del poder político, expresión de la soberanía de un pueblo. Tenemos que rescatar todo el valor del primer artículo de la Constitución, párrafo único: «Todo poder emana del pueblo».
El pueblo es, pues, el sujeto último del poder. En momentos en que una nación se encuentra en un vuelo ciego y ha perdido el rumbo de su destino, este pueblo debe ser convocado para decir qué tipo de país quiere y qué tipo de democracia desea: esta con un presidencialismo de coalición, hecho de negocios y negociados no demasiado claros o una democracia de verdad, en la cual los representantes elegidos representan efectivamente a los electores y no los intereses corporativos y empresariales que les garantizan la elección. Urge avanzar más: necesitamos dar forma política al nivel de conciencia que ha crecido en todos los estratos sociales, mostrando voluntad de participar en los destinos del país.
En el fondo vuelve la pregunta básica: ¿vamos a alinearnos con los que detentan el poder mundial (inclusive el de matar a todo el mundo) o vamos a construir nuestro camino autónomo, soberano y abierto a la nueva fase planetaria de la humanidad?
El primer proyecto prolonga la historia que hemos tenido hasta el día de hoy, desde la Colonia, pasando por el Imperio y por la República, en que siempre hemos sido mantenidos subalternos. Los ibéricos no vinieron para fundar aquí una sociedad sino para montar una gran empresa internacional privada, una verdadera agro-industria, destinada a abastecer el mercado mundial. Esa lógica perdura hasta la actualidad: intenta transformar nuestro eventual futuro en nuestro conocido pasado. A Brasil le toca ser el gran abastecedor de commodities, sin o con escasa tecnología y valor agregado, en un proceso de recolonización.
Lamentablemente este es el intento del actual gobierno interino, especialmente del PSDB que claramente se alinea con un duro neoliberalismo que implica disminución del Estado, ataque a los derechos sociales en favor del mercado y una privatización de los bienes públicos carente de escrúpulos, como el pre-sal entre otros.
El proyecto alternativo hunde sus raíces en la cultura brasilera y en el aprovechamiento de nuestra inmensa riqueza que puede sostenernos independiente, soberana y abierta a todas las demás naciones. Seríamos una gran potencia, no militarista, en los trópicos, con una economía entre las mayores del mundo.
Curiosamente, las jornadas de junio de 2013 y posteriormente, mostraron que el pueblo ha percibido los límites de la formación social para los negocios. Quiere ser sociedad, quiere otras prioridades sociales, quiere otra forma de ser Brasil. En una palabra, quiere ser una sociedad de humanos, cosa distinta de una sociedad de negocios. Tal propósito implica refundar Brasil sobre otras bases.
¿Pero quién ha escuchado el clamor de las calles, especialmente el de los jóvenes? Efectivamente nadie, pues todo ha quedado como antes.
Lo que en verdad nos ha faltado en nuestra historia ha sido una revolución verdadera como la hubo en Francia, en Italia y en otros países. La historia no es nunca una continuidad, algo que crece orgánicamente desde una cosa hacia otra cosa. Está hecha de discontinuidades y rupturas radicales que derriban un orden e instauran un orden nuevo.
En Brasil, como lamentaba siempre Celso Furtado, nunca tuvimos esa ruptura. Lo que predominó durante todo el tiempo hasta hoy es la política de conciliación entre los poderosos. El pueblo siempre quedó fuera como algo incómodo a los acuerdos hechos por encima de él y contra él.
Lo que está pasando ahora con el intento de impeachment a la Presidenta Dilma Roussef, legítimamente elegida, es dar continuidad a esta política de conciliación de las élites, del capital rentista y financiero, de aquel 10%, que según el IBGE de 2013 controla el 42% de la renta nacional. Jessé Souza del IPEA los enumera: son 71.440 super ricos que manejan por detrás el Estado y los rumbos de la economía en la perspectiva de sus intereses, absolutamente egoístas, conservadores y antipopulares. No les importa la perversa desigualdad social, una de las mayores del mundo, que se traduce en la favelización de nuestras ciudades, violencia absurda, generando humillación, prejuicio y degradación social por falta de infraestructura, de sanidad, de escuela y de transporte.
Si Brasil fue fundado como empresa y para continuar como empresa transnacionalizada, es hora de refundarlo como sociedad de ciudadanos creativos y conscientes de sus valores.
Mi sueño es que la crisis actual, con el sufrimiento que encierra, no sea en vano. Que ella cree las bases para lo que Paulo Freire llamaría “lo inédito viable”: nunca más coalición entre los pocos ricos de espalda a las grandes mayorías. Que se busque viabilizar lo que prescribe la Constitución en su tercer artículo (IV): «promover el bien de todos, sin prejuicios de origen, raza, sexo, color, edad o cualquier otra forma de discriminación».