Las identidades de agresor y de víctima no se forman de la noche a la mañana. Hilos de poder, cosificación y sumisión conectan emociones, conductas, estructuras y culturas, soportadas en contradicciones y luchas.
La percepción de inferioridad de la mujer se internaliza en ideas no cuestionadas y naturalizadas. Una de ellas es que la cercanía hombre-mujer debe terminar en el orgasmo del hombre. Me refiero a los halagos que pueda hacer un hombre a través de una invitación a un pica pollo con cerveza o una langosta con Moët. La “inversión” del hombre es entendida como obligación de la mujer en complacerlo. Insistirá hasta tener sexo. Su estrategia no la entiende como machista ni violenta. Hacia fuera el juego es de alego y conquista.
La mujer que tenga dentro de sus imaginarios la idea de que un hombre tiene que gastar en ella para conquistarla, o se sienta por esto en obligación de retribuir, cae en una trampa de cosifación y control a través de la cuales se ejercen violencias. Después que ocurren queda el conflicto de emociones ante la sorpresa del cambio por los previos “halagos”.
Los hombres maltratan y llegan hasta el feminicidio porque entienden, dentro otras razones, que las mujeres les “desobedecen”, es decir, cuando no cumplen con sus deseos o con las expectativas de lo que ellos entienden “no debe hacer mujer”. Las tensiones en tener que demostrarse a sí mismos, a otros hombres y a la comunidad que son hombres, y la necesidad de ser vistos como tal, ciegan su sensibilidad humana. El afán de imponer poder domina. Las mujeres que ven a esos hombres como “protectores” no se atreven a desafiar esos parámetros, tardan en identificarlos como violencia.
La lógica autoritario-protector es parecida al fundamentalismo antiderechos, que manipula y tergiversa la construcción de conocimientos feministas y los argumentos que han servido para la promoción de derechos de las mujeres y aumento de su participación en diferentes niveles sociales, económicos y políticos.
De igual modo, el hombre que piropea en las calles a mujeres desconoce su potencial de agresor. Lo hace bajo la idea de entender y percibir a las mujeres como seres inferiores sobre los cuales puede emitir una opinión respecto a sus cuerpos. Precisamente esa construcción mental genera emociones que desencadenan las acciones de control y violencia. Un feminicidio puede empezar en un “simple” piropo, por toda la carga machista y misógina que conlleva.
La mujer que necesita los piropos para sentirse atractiva denota debilidad de autoestima, necesita reconocerse en sus fortalezas emocionales sin depender de las opiniones de otros, sobre todo de los hombres. Esa necesidad de permisos la vulnera a sufrir violencias.
De ahí la complejidad de dar respuestas a casos de violencia. Cuando ocurren es porque ha habido todo un entramado de ideas y act