El éxito de un sistema social no es un hombre, ni una mujer, ni un símbolo, por más llamativos que sean. Es la capacidad de acomodar toda una sociedad en sus problemas, sus triunfos, su diversidad. Ningún país escapa a este dilema, ningún gobierno es inmune a estos desafíos, ninguna sociedad puede obviar la complejidad.
Se puede alabar a Fidel Castro por haber desafiado por décadas el imperialismo yanqui. Por haber impulsado la educación y la salud como derechos generalizados en Cuba. Por su persistencia en los objetivos asumidos. Por la solidaridad con causas comunes en diversas partes del mundo. Y la lista es más larga.
Se puede criticar a Fidel por la feroz oposición a los disidentes. Por su excentricismo con largos monólogos discursivos. Por no haber impulsado un proceso productivo capaz de generar fuentes de trabajo para que los cubanos no terminaran casi todos siendo empleados del gobierno. Y la lista es más larga.
Pero de ahora en adelante, Fidel será una figura de la historia, aunque el paso a los libros de historia en la siquis cubana tome más tiempo.
La historia no tiene que absolverlo porque todo lo que hizo, bueno o malo, lo hizo con absoluta conciencia y claridad de objetivos. Sus éxitos y fracasos son producto de lo que cada quien quiera ver, y según se enfatice un aspecto u otro entre sus múltiples acciones a través de una larga vida. La absolución no es para él. Es para quienes sientan ambivalencia hacia su récord político, controversial como es. Fue un político implacable, como sucede con todos los políticos que transcienden en la historia, porque la política es una lucha de poder feroz hecha mitología, con buenos y malos, opresores y oprimidos, victimarios y víctimas.
Murió el cuerpo de Fidel, pero queda el cuerpo vivo de la sociedad cubana. Probablemente no sucederá nada transcendental de momento. Fidel se alejó del poder en la ancianidad para que el régimen siguiera después de su muerte. Raúl Castro lo custodiará. Eso permite que esta primera transición no se sienta como transición sino como continuidad.
Pero al igual que Fidel, Raúl no es eterno. Y por más que se haya preparado una casta política para dirigir el país, Fidel Castro fue un caudillo, que sólo podía traspasar temporalmente el poder a su hermano. Después de Raúl no hay herederos políticos seguros, y negociar la repartición del poder en las máximas alturas será muy complejo.
Cómo resolver eventualmente la sucesión presidencial es algo para lo cual no hay aprendizaje en Cuba. Extirpar el caudillismo no es tarea fácil ni rápida. Fidel ha sido la marca de la Revolución; Raúl la extiende pero no la eterniza.
Una sociedad sin disidencia y oposición es hueca, no importa cuánto se prolongue en el tiempo ni cuánto se haya eliminado el analfabetismo. La libertad de expresión y organización es un derecho humano. No es el único, pero tampoco es una trivialidad ni un mal invento burgués. Justificar la represión por el desafío constante del imperialismo puede movilizar a unos y tranquilizar a otros, pero no adquiere categoría de principio.
Hacia adelante, el gran desafío de Cuba es cómo preservar las conquistas sociales de la Revolución, y a la vez, enmendar las tantas heridas que ha dejado este proceso. Al momento no hay buenas referencias a seguir. La revolución rusa, china, y nicaragüense muestran una alta concentración de poder en la cúpula política, sea personalista o partidista, y un híbrido con economía capitalista de híper-explotación.
Qué será de Cuba sigue siendo una incógnita.