Una vez más, un país latinoamericano pierde la oportunidad de desarrollarse, de alcanzar una democracia institucionalizada, de mejorar la calidad de vida de su población de manera consistente, de coexistir pacíficamente con las diferencias políticas.
Desde principios de la década de 1960, Venezuela estableció una democracia electoral con dos partidos que se alternaron en el poder: Acción Democrática (AD) y el Partido Social Cristiano (COPEI). Esos dos partidos se repartieron la renta petrolera en un vasto sistema clientelar que benefició a capas medias y ricos, hasta que la crisis económica de la década de 1980 eclipsó el poder de esos partidos.
Hugo Chávez llegó a la Presidencia en 1999 a llenar el vacío político y montó un sistema personalista-populista. Su plan incluía estatizar la economía, ofrecer mayores servicios sociales a los pobres, y forjar una nueva clase político-económica leal a él.
Los ricos con sus negocios afectados salieron corriendo, la producción sufrió, pero el petróleo se encargó de dar recursos al gobierno y una sensación de bienestar a capas medias y bajas.
Con la gran renta petrolera y un discurso estridente, Chávez navegó buenos y malos tiempos, hasta que el cáncer lo venció. Como sucede en todo régimen político personalista, fue difícil encontrar un sucesor con capacidad de reemplazar al líder. Haciendo ese esfuerzo fallido ha estado Nicolás Maduro desde 2013, pero cada día la situación política y económica se torna más difícil.
A la confrontación interna hay que agregar todos los intereses externos, y cada uno empuja para su lado: pro y anti-chavistas. Unos apoyan el colapso y otros que se mantenga el régimen. En ese trance llevan mucho tiempo, por un lado, Estados Unidos, España, y demás; y por el otro, los países del Alba y muchos otros.
Los recursos petroleros de Venezuela son suficientes para forjar una economía pujante, con un sector público eficiente, enfocado en ofrecer buenos programas sociales a la población, e incentivos para la expansión del capital privado y la diversificación económica. Pero la renta petrolera se dilapidó y ahora hay una guerra política.
La transición de país mono-productor a la diversificación ha sido difícil en todos los países petroleros subdesarrollados. He ahí que los países del Medio Oriente, bañados en petróleo, estén sumidos en dictaduras y guerras. Para América Latina ha sido difícil, aún en países con grandes recursos naturales como Venezuela, dar el salto a un Estado de Bienestar de economía desarrollada con buenas prestaciones sociales. Ese objetivo sigue siendo una quimera.
La resistencia de las élites económicas latinoamericanas a contribuir al bienestar general ha sido una retranca, y los intereses internacionales también. En ese contexto, la salida política en tiempos de fuertes crisis ha sido el populismo-personalista, que en principio seduce, pero luego se revierte contra la mayoría.
En Venezuela llevan ya muchos años enfrentados el capital nacional, el capital internacional y el gobierno. Muchos de los primeros se marcharon con su dinero en busca de nuevas aventuras económicas (algunos están en República Dominicana). Muchos de los segundos fueron echados en la época de oro de Chávez. Queda el gobierno enfrentado a la propia sociedad, rabiosamente dividida entre seguidores y opositores del chavismo.
Cuando se llega a ese nivel de conflictividad no hay salida airosa para nadie. Pierden todos.
Venezuela es ya una oportunidad perdida para que en América Latina hubiera un país próspero y estable. Sobre la riqueza petrolera no floreció el desarrollo, sino que reina el caos porque no hay cordones institucionales para dirimir diferencias y avanzar. Es el eterno retorno del subdesarrollo.