Lo mejor de un problema es que haga obvio el problema. Donald Trump ganó la simpatía de muchos republicanos durante las primarias porque decía lo que quería, y lo hacía con estridencia para desplazar unos 16 precandidatos.
Apeló al descontento de los republicanos y de todos los insatisfechos con la situación económica, la política, Obamacare, las relaciones raciales, la delincuencia, la migración, el terrorismo, el islam. Envió la señal, siempre clara, de que él resolvería los problemas, sin miedos ni dilaciones. El batman de la política.
Su discurso caló y muchos opinantes pensaron que el fenómeno Trump era convocante de una mayoría electoral en Estados Unidos, que iba como un cohete hacia la victoria.
Pero no, la maravilla de Donald Trump es que dice todo lo que piensa, bueno o malo, adecuado o inadecuado, y no importa contra quién. Ese estilo le ganó muchos seguidores deseosos de ataques y confrontaciones, de revanchas y sectarismo, pero también muchos opositores.
Y ahí ha estado siempre el gran riesgo de su candidatura. Que su estilo bufón y desafiante saturara la gente durante la campaña, que surgieran los escándalos de su vida personal y empresarial, y que no expandiera su base electoral republicana por antagonizar con muchos grupos sociales.
A la fecha, faltando un mes para las elecciones, Trump no ha rebasado su base electoral conservadora, y sólo con eso no puede ganar las elecciones.
En las confrontaciones con diversos grupos sociales (latinos, afroamericanos, musulmanes, mujeres) ha tenido altibajos, pero el bajón más aparatoso ha sido con el video de comentarios sexuales que publicó el Washington Post el viernes pasado. A partir de ahí, la interrogante no es sólo si Trump podrá ganar, sino a qué nivel de derrota podría llevar al Partido Republicano. Por eso, figuras importantes del republicanismo han anunciado el retiro de su endoso a la candidatura presidencial en los últimos días.
El poder del discurso trumpista se desvaneció porque ya no aparece gracioso sino obsceno; ya no encanta sino repele, ya no convoca sino aleja. Y que conste, en el segundo debate del domingo pasado le fue mejor que en el primero.
Trump es la coronación de las contradicciones que definen hoy el republicanismo. La obscenidad lo lleva a la publicidad, pero eso, se supone, es contradictorio con la religiosidad de su base de apoyo. De ahí que los evangélicos, que dicen querer instaurar un orden moral, tienen que endosar ahora la obscenidad de su líder.
Las bravuconadas dieron buen resultado en las primarias, pero ya no. En los debates presidenciales hay que pensar y hacer propuestas concretas, no sólo burlarse y ridiculizar. Por eso Trump no puede aportar contenido más allá de alguna idea estrambótica o repetitiva.
El egocentrismo de Trump genera sensación de poder en los seguidores, pero el poder egocéntrico no genera confianza generalizada, y mucho menos, cuando va acompañado de abusos conductuales como no pagar impuestos o mostrar un lenguaje abusivo hacia diversos grupos sociales.
La maravilla de Trump es que su vida representa lo que el puritanismo religioso conservador rechaza (sexo, divorcio, infidelidad, placer hedonista), y sin embargo, con él está el fundamentalismo religioso evangélico enfilado. También representa lo que el progresivismo rechaza, y por eso, es más fácil aglutinar las tropas opositoras, aunque Hillary Clinton tenga alto rechazo.
Los excesos de Donald Trump han quebrado el Partido Republicano. La lista de desafectos crece ante el miedo de que caigan otros candidatos. Pero ya es muy tarde para enmendar. El destino de los republicanos en el 2016 está unido al de su controversial candidato presidencial.