La desconfianza en el sistema de administración de justicia dominicano no es cosa de ahora. El enfrentamiento entre la Policía, el Ministerio Público y la Judicatura viene de lejos. Lo nuevo es el sazón que le aporta la prensa al conflicto. No desperdicia tiempo para cargarle el dado a los jueces. ¿Qué pasa ahí?
De poco tiempo acá, se desató una andanada de acusaciones y contra acusaciones entre las instancias estatales responsables de aplicar justicia. Contrario a cómo ha ocurrido en otras épocas, los medios de comunicación han prestado especial atención a la disputa. El periódico El Día, dedicó su editorial del 29 de julio a tratar el caso con el título “Justicia sin jueces crédulos”
“La justicia no mejora con declaraciones, ‘denuncias con responsabilidad’ o el apoyo que provenga de los principales incumbentes del Ministerio Público o el aparato judicial, a través de las redes sociales. Eso sólo sirve para mantener en movimiento un acomodaticio ciclo mediático”, sentenció el editorial.
Varios jueces, recientemente, fueron destituidos de sus cargos por cometer supuestos hechos de corrupción. En la semana pasada, el Lic. Francisco Domínguez Brito, Procurador General de la República, denunció la existencia de una mafia especializada en la venta de sentencias. El misterio que esconde el caso es que no haya un sólo juez de las altas cortes en la banda descubierta por el procurador. Recuerde que Domínguez Brito archivó el expediente de Félix Bautista; y que, con la naturalidad de Tartufo, luego desempolvó el caso en medio de la puja por la reelección del Presidente Medina.
Cabe entonces preguntarse, ¿Los jueces destituidos son culpables de los hechos que se le imputan o son chivos expiatorios, víctimas compensatorias?
La vorágine que sacude hoy la justicia dominicana contribuye a profundizar el estado de desconfianza generalizado en la administración pública. Poner en tela de juicio a la justicia repercutirá en todo el sistema de gobierno, y dejará maltrecha la posibilidad de fortalecer el estado de derecho. La confianza y la seguridad ciudadana son valores fundamentes en el proceso de desarrollo local. Sin una ni la otra no es posible un estado de derecho fuerte.
De su lado, los partidos políticos de “oposición” se enfocan en exigir la renovación de las altas cortes, lo mismo que exigen las organizaciones élite de la sociedad civil. La timidez puesta por ellos en el meollo del asunto, la recomposición judicial, indica que el objetivo oculto está en querer un pedazo del pastel al momento de la asignación de cuotas de representación en las altas cortes. Es decir, ni los partidos ni la sociedad civil aspiran a crear las bases para la solución del problema. Todo lo contrario, quieren ser parte de él.
Luego de la lucha por el 4% del PIB para educación, el tiempo demostró que el problema de las falencias del sistema no era por estrechez de presupuesto. Igual parece suceder en el ámbito de la justicia, donde los jueces exigen mejores salarios para evacuar más y mejores sentencias. La dificultad va desde la falta de independencia judicial, por la cuestión política, hasta la débil calidad de la administración de justicia.
Tengo claro que este es un país de leyes decorativas, pero el problema no es el cumplimiento de la ley. Si así fuera, los magistrados pusieran más empeño en fallar a tiempo las sentencias, o en denunciar los traslados arbitrarios y por cabildeos, o en que el juez es el responsable de la ejecución de la pena.
Lo cierto es que una buena administración de justicia coadyuva de manera directa en la seguridad ciudadana. Si la ciudadanía se siente segura, el nivel de confianza hacia las instituciones del Estado crecerá. Si la confianza en las autoridades judiciales es fuerte, el estado de derechos será cada vez más robusto. Con la conjugación de estos elementos, ciudadanía y gobierno, se propendería a diseñar, elaborar e implantar políticas de desarrollo locales coherentes.
En la desconfianza es que está el peligro.