Quien observa la escena político-social-económica se pregunta: ¿Tiene arreglo Brasil? Una banda de ladrones, travestidos de senadores-jueces intenta, contra todos los argumentos en contra, condenar a una mujer inocente, la presidenta Dilma Rousseff, a la cual no se acusa de ninguna apropiación de bienes públicos ni de corrupción personal.
Con las recientes delaciones premiadas, ha quedado claro que el problema no es la presidenta, es el Lava Jato que, además de las acusaciones selectivas contra el PT, está llegando a la mayoría de los líderes de la oposición. Todos, de una u otra forma, se beneficiaron de las propinas de Petrobrás para garantizar su victoria electoral. “Tenemos que detener esta sangría”, dijo uno de los conocidos corruptos, “de lo contrario seremos todos afectados; hay que sacar a Dilma”.
Nadie arriesga sus bienes para financiar su campaña. No lo necesita: existe la mina de la caja 2 alimentada por las empresas corruptoras que crean corruptos a cambio de ventajas posteriores en términos de grandes proyectos, generalmente sobrefacturados, donde adquieren gran parte de sus fortunas.
Hemos llegado a un punto ridículo a los ojos del mundo: dos presidentes, uno usurpador, débil y sin ningún liderazgo, y otro legítimo pero retirado y hecho prisionero en su palacio; dos ministros de planificación, uno retirado y otro sustituto; un gobierno monstruoso, antipopular y reaccionario.
Estamos efectivamente en un vuelo ciego. Nadie sabe hacia dónde va esta nación, la séptima economía mundial, con yacimientos de petróleo y gas de los mayores del mundo y con una riqueza ecológica sin paragón, base de la economía futura. Tal como se delinea la correlación de fuerzas, no vamos a ninguna parte sino a un eventual conflicto social.
El pobre, la mayoría de la población, se ha acostumbrado a sufrir y a encontrar salidas como puede. Pero llega a un punto en el que el sufrimiento se vuelve insoportable. Nadie aguanta, indiferente, viendo a un hijo morir de hambre y de absoluta falta de asistencia médica. Y dice: así no puede ser; tenemos que rebelarnos.
Esto me hace recordar a un obispo franciscano del siglo XIII en Escocia que, rechazando los altos impuestos cobrados por el Papa, respondió: non accepto, recuso et rebello (“no acepto, me niego y me rebelo»). Y el Papa retrocedió. ¿No podría ocurrir algo semejante entre nosotros?
Cuando en mis charlas, haciendo un esfuerzo inmenso para ofrecer un rayo de esperanza, me dicen: «¡es que tú eres pesimista!», respondo con Saramago: «no soy pesimista; es la realidad que es pésima». Efectivamente, la realidad está siendo pésima para todos, menos para aquellas élites adineradas, acostumbradas a la rapiña, que ganan con la desgracia de todo un pueblo. Ellas tienen su templo de profanación en la Avenida Paulista de São Paulo, donde se concentra gran parte del PIB brasilero.
Lo grave es que estamos faltos de líderes. Exceptuando al ex-presidente Lula, cuyo carisma es indiscutible, apuntan dos: Ciro Gomes y Roberto Requião, para mí los únicos líderes fuertes que tienen el valor de decir la verdad y piensan en Brasil más que en las disputas partidarias.
Esta crisis tiene un telón de fondo nunca resuelto en nuestra historia, desenmascarado recientemente por Jessé Souza. (A tolice da inteligência brasileira, 2015). Somos herederos de siglos de colonialismo que nos dejó la marca de «gente sin importancia», dependiendo siempre de los de afuera.
Todavía peor es la herencia secular de la esclavitud que hizo que los herederos de la Casa Grande se sientan señores de la vida y de la muerte de los negros y los pobres. No basta lanzarlos a las periferias; hay que despreciarlos y humillarlos. La clase media imita a los de arriba, se deja manipular totalmente por ellos e inocentemente y se hace cómplice de la horrorosa desigualdad social.
Esas élites de super-ricos (71.440 que personas ganan 600 mil dólares al mes, dice el IPEA) se hicieron con los medios de comunicación de masas, golpistas y reaccionarios, que funcionan como aceite para su maquinaria de dominación. Esas élites nunca quisieron la democracia, solamente aquella de bajísima intensidad, que pueden comprar y manipular; prefieren los golpes y la dictadura. Como hoy ya no es posible hacerlo mediante las bayonetas, planearon otro expediente: el golpe viene a través de una artificiosa articulación entre políticos corruptos, el poder judicial politizado y la represión policial. Tres tipos de golpe, por tanto: político, jurídico y policial.
Termino con las palabras pertinentes de Jessé Souza: «nos encontramos en un mundo comandado por un sindicato de ladrones en la política, una justicia de “justicieros” que los protege, una élite de vampiros y una sociedad condenada a la miseria material y a la pobreza espiritual. Es necesario que este golpe sea comprendido por todos. Es el espejo de aquello en lo que nos convertimos». ¿Diré como Martin Heidegger: «sólo un Dios podrá salvarnos»? Marx tal vez sea más modesto y verdadero: «para cada problema hay siempre una solución». La habrá.