Donald Trump es el mosquito, no el virus zica

Por Tom Engelhardt
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Estudiantes de la promoción 2016, no os engañéis en este día de gloria. Mientras dejáis el campus por última vez, muchos de vosotros profundamente endeudados y con un futuro de pagos de por vida, penetráis en un mundo que es cualquier cosa menos luminoso; más allá de esas puertas que han hecho tan poco para protegeros hay algo así como un banco de niebla que en cualquier carretera significaría un gran choque múltiple

Y si imagináis que estoy aquí para disipar esa niebla y contaros la verdad acerca de qué hay detrás de ella, pensad un poco más. Mi único consuelo es que si bien es cierto que soy incapaz de explicaros adecuadamente nuestro mundo estadounidense y vuestro tránsito a través de él, dudo que haya alguien que pueda hacerlo.

Por supuesto, no es exactamente de un disipador de nieblas decir que, os guste o no, estáis a punto de graduaros en el Planeta Donald, y no quiero decir, para algunos pocos de vosotros, un recorrido de golf en Mar-a-Lago*. Ahora mismo, nuestro cada vez más desconcertante y perturbado mundo es su circo (gane o no en las próximas elecciones). Tal como Filipinas es el circo del nuevo presidente Rodrigo Duterte; Hungría, del populista de derecha Viktor Orbán; Austria, de Norbert Hofer, el extremista anti-inmigrantes candidato presidencial que acaba de perder por un 0,6 por ciento de los votos; Israel, del nuevo ministro de Defensa Avigdor Lieberman; Rusia, del autocrático Vladimir Putin; Francia, de Marine le Pen, jefa del derechista Frente Nacional, que algunas veces estuvo en lo más alto de las encuestas para la próxima elección presidencial; y los de su laya… Y si no pensáis que se trata de una imagen política bastante poco halagadora de nuestro cambiante planeta, entonces no esperéis a conocer el resto de este discurso y daos prisa para salir por esas puertas. Hay un festín esperándoos.

Para los más morosos, hay algo que habla de dónde estamos todos: una vez traspasadas esas puertas, os encontraréis en el país más rico y poderoso, en la “única superpotencia” del planeta (¡Estados Unidos! ¡Estados Unidos!). Sin embargo, se trata de una superpotencia claramente declinante… –esta es una primicia histórica– un en planeta igualmente declinante.

¿Hasta qué punto es propio de Trump el autoritarismo estadounidense?

En sus tiempos idílicos, Washington podía derribar gobiernos, instalar Shas u otros gobernantes, hacer casi lo que quisiera en importante partes del planeta y recoger su recompensa sin pagar nada por ella (como en el caso de Irán) o, como mucho, acciones reactivas como el ataque contra las Torres Gemelas. Eso fue el poder imperial en su apogeo. En esos días, por si el lector no se hubiese enterado, la reacción contra nuestras acciones imperiales parecían llegar por ferrocarril de alta velocidad (del cual, digamos de paso, la mayor potencia del planeta todavía no había construido ni un solo kilómetro, por si usted quiere tener una idea de la declinación estadounidense).

A pesar de contar con las mayores fuerzas armadas, las más avanzadas tecnológicamente y las mejor financiadas que las ninguna otra potencia, o incluso grupo de potencias, del planeta, en la última década y media de guerra ininterrumpida en todo Oriente Medio y partes de África, Estados Unido no ha ganado nada, nada de nada. De hecho, sus interminables guerras no han conducido a ningún sitio en un mundo por momentos cada vez más caótico. Sus “hitos” militares, como el reciente asesinato con dron del jefe de los talibanes en Pakistan son repetitivos mojones kilométricos en lo que –incluso en la niebla del presente– seguramente es el camino al infierno.

Ha sido relativamente fácil, si el lector vive en Estados Unidos, enterarse lo suficiente de todo esto e imaginar –al menos hasta que Donald Trump llegó a la asombrada fascinación de este país (por no hablar del resto del mundo)– que vivimos en una tierra amante de la paz con todos los indicadores conocidos y tranquilizadores aún en su sitio. Todavía tenemos elecciones, nuestra división de poderes (como también los demás componentes de una democracia) sigue funcionando, continuamos observando reverencialmente tanto nuestra Constitución como los derechos que de ella se desprenden, y así por el estilo. Sin embargo, hay que reconocer que el mundo estadounidense se parece cada vez menos al que todavía proclamamos como el nuestro, o mejor dicho ese antiguo Estados Unidos se parece cada vez más a una cáscara hueca dentro de la cual se ha ido gestando algo nuevo y completamente diferente.

En realidad, después de todo, ¿puede dudar alguien que la democracia representativa como la que existió una vez ha sido vaciada de contenido y hoy está –el Congreso es la primera evidencia de ello– en un avanzado estado de parálisis, o que prácticamente cada componente de la infraestructura del país se está viniendo abajo y que apenas se hace algo para evitarlo? ¿Puede dudar alguien que el sistema constitucional –pongamos como primer ejemplo los poderes para declarar una guerra o, por caso, las libertades de los estadounidenses– también se ha deteriorado? ¿Puede dudar alguien que la clásica división del Estado del país en tres poderes, desde un Tribunal Supremo con un miembro menos por elección del Congreso hasta un estado de la seguridad nacional que se burla de la ley, está cada vez menos controlada y equilibrada y es cada vez más un solo poder el que cuenta?

En los tiempos de la guerra de Vietnam, se empezó a hablar de una “presidencia imperial”. Hoy en día, en áreas de vital importancia, la Casa Blanca –si acaso– es algo menos imperial, pero solo porque está cada vez más sometida al estado de la seguridad nacional. A pesar de que a ese extraoficial cuarto poder del Estado apenas se le considera con alguna seriedad cuando se describen las formas en que funciona nuestro mundo estadounidense y a pesar de que este cuarto poder no tiene encaje constitucional, se ha convertido cada vez más en el primordial en el gobierno de Washington, el primero ante el cual los demás se prosternan.

En esta interminable temporada de elecciones se ha discutido mucho sobre el potencial “autoritario” (o incipiente “fascismo”, o aun peor…) de Donald Trump. Se trata de un tema tratado generalmente como si fuera una tendencia o una propiedad exclusiva del hombre que se ha montado en la escalera mecánica de la Torre Trump en la carrera presidencial al ritmo de Rockin’ in the Free World de Neil Young, o tal vez algo de los años treinta del siglo pasado que él lleva en un bolsillo de su chaqueta y que entusiasma y atrae a sus seguidores blancos de la clase trabajadora.

Muy pocos se molestan en pensar en que los cimientos del autoritarismo ya habían sido construidos en esta sociedad, y no precisamente por los trabajadores blancos descontentos. Muy pocos se molestan en pensar qué significa tener un sistema de seguridad nacional con una gigantesca maquinaria bélica incrustada profundamente en nuestra ciudad capital y en nuestro mundo estadounidense. Son pocos los que piensan en las 17 (¡contadlas!) importantes agencias de inteligencia que engullen cerca de 70.000 millones de dólares cada año o el billón [sí, un 1 seguido de 12 ceros] de dólares o más que se esfuman en nuestro mundo de la seguridad nacional, o qué significa ese Estado dentro del Estado, ese gobierno en las sombras, siempre cada día más poderoso y autónomo en nombre de la “seguridad” de Estados Unidos, sobre todo respecto del “terrorismo” (a pesar de que el terrorismo es el más microscópico de los peligros que amenazan a la mayor parte de los estadounidenses).

En esta larga temporada eleccionaria, en medio de todas las acusaciones de que es objeto Donald Trump, ¿habéis visto acaso alguna discusión seria sobre qué significa para el Pentágono tener volando drones espías en los cielos de la patria nuestra o para las agencias de ‘inteligencia’ el ejercicio de una suerte de vigilancia ‘de saturación’ en las comunicaciones de los habitantes de todo el mundo –desde los gobernantes de otros países hasta los campesinos de Afganistán o los ciudadanos de Estados Unidos– que, desde el punto de vista de la tecnología, podría avergonzar a cualquier régimen totalitario del siglo XX? ¿No hay nada de merodeo autoritario en todo esto? ¿Podría realmente ser este impulso una propiedad exclusiva de Donald y sus seguidores?

Quizá sería mejor ver a Donald Trump como un síntoma, en lugar de verlo como el problema; pensar en él no como el virus zica sino como el primer mosquito infeccioso que llega a las costas de este país. Si necesitáis una evidencia de que como mucho él es una potencial ayuda e instigación para el autoritarismo, solo echad un vistazo al resto de nuestro mundo estadounidense, el que revolotean infinidad de mosquitos y el virus de autoritarismo de derechas se propaga rápidamente junto con el surgimiento de un nuevo nacionalismo (que a menudo va de la mano con el fervor anti-inmigrante de estilo Trump). Para decirlo con otras palabras, él no es más que un personaje particularmente extravagante en un espacio cada vez más colmado.

Estallido de burbujas y derretimiento de los casquetes polares

Si, en como primer candidato presidencial abiertamente declinante, el trabajo de Donald Trump es recuperar la grandeza de Estados Unidos y si, pese a su obvia riqueza y poderío militar, el interior de EEUU tiene un aspecto cada vez más tercermundista, consideremos entonces el resto del planeta. ¿Hay en él algún lugar que al menos un poco, y en un notable número de casos, no parezca lo peor a mano? Dejemos a un lado aquellos sitios del mundo que van desde Afganistán a Siria y Libia, desde Nigeria a Venezuela que cada vez se parecen más a países completamente fallidos. Entonces, pensemos en aquel ex enemigo de los tiempos de la Guerra Fría, aquel “Imperio del Mal” de la encarnación anterior, lo que supo ser la Unión Soviética, hoy la Rusia de Vladimir Putin.

Ha subido a lo más alto de la lista de enemigos militares de Estados Unidos. Aun así, a pesar de sus restauradas fuerzas armadas y su aún enorme arsenal nuclear, la superpotencia de ayer ahora es un desvencijado petro-estado con una población descontenta, un país que ni es grande, ni está creciendo, y posiblemente esté en verdaderos problemas. Sí, ha estado agresivo en su regiones fronterizas (aunque sobre todo en respuesta a una sensación de –o temor de– ser atacado) y sí, es un país autoritario, pero hace tiempo que ha dejado de ser la segunda superpotencia del planeta o algo que remotamente se le parezca. Su futuro parece, como mucho, inseguro, o en el peor de los casos, decididamente sombrío.

Incluso China, la única potencia mundial visiblemente en crecimiento (ahora que países como Brasil y Sudáfrica se han quedado a mitad de camino), esa verdadera usina económica de la década pasada, ha visto que su economía se ralentizaba significativamente. En un momento como este, ¿quién sabe qué consecuencias podría tener en China el estallido de una burbuja, una quiebra inmobiliaria o algo semejante? Una crisis económica en la República Popular China, con su clase media urbana en expansión –que todavía sigue siendo pequeña en comparación con la población rural– y un record sin parangón de revueltas campesinas en los últimos siglos, podría llegar a ser un acontecimiento ominoso.

Y recordad, estudiantes de la promoción 2016, que está a punto de empezar un debate sobre las tensiones en un planeta cuyos casquetes polares están derritiéndose, sube el nivel del mar, el agua del mar se calienta, las selvas tropicales se secan, se alargan las temporadas de incendios, las tormentas son más intensas y las temperaturas están en alza (mientras los petro-estados, los que extraen petróleo mediante la fracturación hidráulica y las mayores empresas petrolíferas continúan bombeando combustibles fósiles poniendo en juego toda su inventiva como –no penséis que estoy haciendo una imagen retórica– si se acabara el mundo. En una situación así, no hay sitio en el mundo –incluyendo Estados Unidos– que sea demasiado grande para dejarle caer. En un planeta tan agobiado, ¿quién estará ahí para sacar del aprieto a los países demasiado grandes para dejarles caer o cualquier otro? Si nos atenemos a los países que por no ser demasiado grandes no tenía importancia que cayeran, como Libia, Yemen o Siria –que ya han caído– la respuesta podría ser: nadie.

Hace unas décadas, en mitad de los setenta del pasado siglo, en mi primer libro, le puse a nuestro mundo estadounidense la etiqueta de “Más allá de nuestro control”. ¡Qué poco sabía entonces!

El realismo mágico de Estados Unidos

Ahora regresemos a vosotros, los graduados en 2016 y, ya que estamos, a lo que todavía llamamos unas ‘elecciones’. Me refiero al nebuloso y continuamente en expansión fenómeno que en estos días ocupa la pantalla de nuestros televisores y las ‘noticias’ más o menos durante las 24 horas de cada día de la semana y del cual, no importa qué haya hecho ni a quién haya insultado, Donald Trump no puede ser culpabilizado.

He aquí, según mi parecer, una cuestión que hace que lo que llamamos ‘elecciones 2016’ despierte un interés tan desmesurado, incluso auque nunca nos detengamos para pensar en ello. ¿Qué diablos son? Por supuesto, todavía nos referimos a ellas como unas ‘elecciones’; y el 4 de noviembre, millones de estadounidenses entrarán en el cuarto oscuro y optarán por un candidato. Aun así, no me digáis que, desde el sentido común, esto es una elección, esta extraña máquina de derramar miles y miles de millones de dólares en los cofres de los barones de los medios, este interminable, ampuloso, moroso acontecimiento, con sus ‘debates’ e insultos y furia y sondeos a cada minuto y escuadrones de comentaristas aullando sobre nada en particular, este escenario extravagante montado para narcisistas inveterados y presentadores de reality-shows y dueños de casinos y banqueros quebrados y fanfarrones y mentirosos y fantoches y mujeriegos y… bueno, ya conocéis la lista mejor que yo. Sí, eso pondrá a alguien en el Despacho Oval el próximo enero y llenará el Congreso con el acostumbrado conjunto de bobos en pugna, pero en cualquier significado antiguo de la palabra, ¿es eso una elección? No lo creo.

Es cierto que hay algo novedoso y diferente. Todo el mundo la sabe. Pero, ¿qué es, exactamente? No tengo la menor idea. Sin embargo, está bastante claro que nuestro sistema estadounidense está transformándose en algo para lo que no tenemos un nombre, ningún vocabulario adecuado capaz de describirlo. Quizás solo sea que no tenemos una idea clara de lo que está sucediendo, aunque tal vez prefiramos no saberlo.

Sea que Donald Trump gane o no, queda claro que todos tenemos una lección ante nosotros. Este, después de todo, es nuestro mundo de hoy. No nos queda otra opción que abandonar esos antecedentes; en cierto sentido, tampoco la tienen vuestros padres, abuelos, hermanos y hermanas, amigos y amigas, todos nosotros. Nos guste o no, todos estamos siendo empujados sin ningún miramiento dentro de un mundo estadounidense que está cambiando desconcertantemente en un planeta también en transformación.

Lo que me lleva a la tarea que vuestra generación (no la mía) tiene por delante, tal como yo la imagino. De cualquier modo, tengo casi 72 años. Soy un anticuado. Cuando algo no funciona en mi ordenador me siento auténticamente condenado, sufriendo por los viejos tiempos de la máquina de escribir; entonces, desesperado, llamo a mi hija. Y si ni siquiera puedo captar lo básico de una máquina con la que hoy día me paso buena parte del tiempo, ¿qué posibilidad tengo yo –y los de mi edad– de aprehender el mundo en el que estoy implantado?

Tal como yo lo veo, vosotros habéis asistido a clase, habéis estudiado y os habéis preparado todos estos años justamente para este momento: la graduación. Ahora, es vuestra la tarea de plantaros en el paisaje neblinoso que está más allá de las puertas del campus, allá donde ya se están produciendo esos choques múltiples y entender qué es lo que está pasando para que también lo sepamos el resto de nosotros. Pronto, los de la promoción 2016, abandonaréis el campus. La pregunta es: ¿Qué podéis hacer después por vosotros mismos y por todos nosotros?

Esto es lo que pienso para cambiar este mundo nuestro: lo primero, es darle un nombre (o volver a darle un nombre) a ese mundo, como cualquier novelista del realismo mágico a partir de Gabriel García Márquez lo sabe desde hace mucho tiempo. El mundo solo será vuestro cuando le hayáis dado nombre; al mundo y a sus componentes.

Si hay algo que el movimiento Ocupa Wall Street nos ha recordado es esto: que la primera tarea para cambiar el mundo es encontrar las nuevas palabras que lo describan. En 2011, ese movimiento llegó al parque Zuccotti, en el bajo Manhatan, llamando “el 1 por ciento” a los dueños de nuestro universo; los demás éramos “el 99 por ciento”. Mediante la mera formulación de esas dos frases se puso en el primer plano varias realidades que hasta entonces había sido vistas solo a medias –la desigualdad cada vez más marcada en este país y en el mundo–; de ese modo, la cuestión pronto electrizó a Estados Unidos y cambió la conversación. Con el redibujo del mapa mental de nuestro mundo, los manifestantes disiparon algo la niebla que todo lo tapaba; eso nos permitió empezar a imaginar caminos por donde avanzar y formas de actuar.

Ahora mismo, os necesitamos para que os apropiéis de estos últimos cuatro años y todo lo que sabéis, incluyendo lo que no os han enseñado en ningún aula pero habéis aprendido por vosotros mismos –por ejemplo, la experiencia de vuestra formación como una estafa económico-financiera– y que os nos lo contéis a nosotros, que estamos desesperadamente necesitados de ojos limpios capaces de describir nuestro mundo.

Para actuar, para cambiar mucho de todo, es necesario que comencéis dando al mundo los nombres y los rótulos que se merece; quizá ya no sean ‘elecciones’ ni ‘democracia’ ni tantos otros lugares comunes de nuestro pasado y nuestro presente. De no ser así, continuaremos perdiendo el tiempo tratando de capturar fantasmas en la niebla.

Ahora, todos vosotros –los graduados– formad apretadas filas, reunid las palabras que habéis conseguido dominar en los últimos cuatro años y preparaos para salir por esas puertas para empezar a aplicarlas de aquella forma que vuestros mayores son incapaces de hacerlo.

Promoción 2016, decidnos quiénes somos y dónde estamos.

* Mar-a-Lago, un exclusivo club para multimillonarios en Palm Beach, Florida, cuyo propietario es Donald Trump. (N. del T.)

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project y autor de The United States of Fear como también de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. En miembro de The Nation Institute y administra TomDispatch.com. Su nuevo libro es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.

FUENTE REBELION

Fuente ORIGINAL: http://www.tomdispatch.com/post/176149/tomgram%3A_engelhardt%2C_renaming_our_world/#more